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El Madrid constitucional de 1814

5 de enero de 1814 entraron en Madrid los miembros de la Regencia del Reino, compuesta por el cardenal Luis de Borbón y los generales Gabriel Óscar y Pedro Agar.

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El 5 de enero de 1814 entraron en Madrid los miembros de la Regencia del Reino, a la sazón compuesta por el cardenal don Luis de Borbón, Arzobispo de Toledo, y los generales don Gabriel Óscar y don Pedro Agar.

 

Los madrileños no parecían enterarse (o no deseaban enterarse) de la gran transformación que suponía para la Monarquía hispánica las nuevas ideas que emanaban de la Constitución de Cádiz. Quizá la larga ocupación francesa había dejado noqueados a los habitantes de la capital. Pero lo que sí hizo la gente de los Madriles es asistir con no poca curiosidad a las demostraciones oficiales de este cambio que se antojaba a todas luces trascendental. Un cambio que muy pronto habría de ser desarbolado por el más Deseado de los reyes que jamás vieron los tiempos. Decía, que me voy por los cerros de Úbeda, que los habitantes de Madrid debieron poner los ojos como platos cuando se colocó una lápida conmemorativa de la Constitución en la Plaza Mayor, y comenzaron a crearse las Juntas de Parroquia, de Distrito y de Provincia para la mejor organización de la elección de diputados a Cortes. Todo eso sonaba a chino, y si me apuran, a afrancesado. ¿Qué era eso de las “elecciones” que se habían sacado de la manga esos graves y encopetados señorones tan elegantes (unos más y otros menos) reunidos en la Tacita de Plata tartésica?

 

Así mismo, la libertad de imprenta, recientemente instaurada, había otorgado la potestad de publicar una miríada de papeles, periódicos, volantes y folletos. El Ayuntamiento había erigido un Arco de Triunfo allá donde en época de José I se alzaba la Puerta de Toledo, en cuyos sufridos cimientos se habían guardado antaño monedas y leyes del foráneo monarca hermano del emperador de los franceses. Ni cortas ni perezosas, las autoridades sustituyeron tan trasnochados objetos, representativos de un régimen ahora inexistente y con tufillo a invasor, por sus propias medallas y un ejemplar de la flamante Constitución de Cádiz, sin ser conscientes de la que habría de venirseles encima pocos meses después.

 

Las Cortes extraordinarias continuaron sus animadas sesiones en el viejo y destartalado teatro de los Caños del Peral, en lo que hoy es la plaza de Isabel II, cuyo nombre oficial queda desvirtuado por el oficioso y popular: plaza de Ópera. Las Cortes continuarían siendo eso, extraordinarias, hasta que se eligieran las ordinarias, lo que supondría la implantación de un nuevo régimen político de normalidad y corte liberal. La apertura de estas nuevas Cortes ordinarias debía tener lugar el 19 de marzo, aniversario tanto de la estrafalaria entronización de Fernando VII, a raíz del grotesco Motín de Aranjuez de 1808, que acabó con el omnímodo poder del Choricero Godoy, y de la Constitución de Cádiz en 1812. Todos los diputados dispuestos en semicírculo en dicho Teatro de los Caños y, puestos en pie, recibieron al trío regente, que atravesó el salón hasta situarse en el solio, donde colgaba un cuadro de Goya, que representaba con un pelín de mala baba, una figura ecuestre de Fernando VII. Esta obra menor del maestro aragonés se exhibe en la actualidad en la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando, sita en los primeros números de la madrileña calle de Alcalá. El Cardenal de Borbón pronunció entonces un breve discurso que versaba sobre la feliz coincidencia de ambas efemérides, y concluyó felicitándose por el fin de la devastadora guerra contra los franceses, conflicto que todavía no era conocido como guerra de la Independencia, concepto surgido años después. Además don Luis anunció la próxima llegada a España del Deseado monarca preso y liberado en Valençay,  donde se había estado corriendo la juerga padre en ese exilio dorado, mientras sus ingenuos súbditos se partían el pecho por tan anhelado monarca.

 

Como en Cádiz, las Cortes continuaron sus tumultuosas sesiones durante las cuales quedó clara la exacerbada división en dos bandos que, a la postre, permanecerían irreconciliables por los siglos de los siglos: los liberales y los serviles. Los liberales esperaban de corazón que el rey Fernando jurara con prestancia la Pepa. Los serviles conspiraban para evitar tamaño despropósito. En una de las agitadas reuniones tuvo lugar la célebre declaración servil en apoyo de la monarquía absoluta que en la Historia quedó grabado a fuego como Manifiesto de los Persas, suscrito por 69 diputados serviles y redactado por don Bernardo Mozo Rosales. Ni que decir tiene que este buen señor fue nombrado posteriormente Marqués de la Mata Florida por el repuesto rey como premio a su lealtad y a sus convicciones reaccionarias. El texto comenzaba con la frase que le hizo tan famoso: “Era costumbre entre los antiguos persas…”.

 

Pero he aquí que lo único que vino a calmar los ánimos entre ambas facciones irreconciliables y cuya manifiesta enemistad dividiría para siempre España, fue la conmemoración de la gesta madrileña del Dos de Mayo de 1808, que ambos se apresuraron a celebrar en comandita más o menos bien avenida. Una conmemoración que por primera vez en seis años podía tener lugar sin la presencia del odiado invasor francés. Así, y sin que sirviese de precedente, fue unánime la declaración de aquella fecha como fiesta nacional. Así lo hicieron las Cortes, en las que según la Constitución, residía la soberanía nacional, términos que no gustaban nada ni a los partidarios serviles ni mucho menos a aquél que estaba aún por llegar a la capital del reino. Las Cortes también proclamaron solemnemente a las víctimas madrileñas de aquella funesta jornada, mártires de la patria y nombraron a título póstumo capitanes generales a los sencillos capitanes Luis Daoíz y Pedro Velarde, defensores suicidas del Cuartel de Monteleón, símbolo de la sublevación madrileña. El Gobierno, el Ayuntamiento y sobre todo el Cuerpo de Artillería del Ejército se apresuraron a cumplir de la mejor manera posible el precepto de las Cortes.

 

Las Cortes también acordaron mudar de lugar de reuniones. El antiguo convento de Doña María de Aragón (hoy Senado) fue la sede designada, aunque todavía no estaba totalmente reformado y habilitado para acoger como merecían sus señorías. Pero los madrileños, hombres, mujeres y niños todos, tuvieron a bien hacer lo humanamente posible y lo imposible para que el edificio estuviese en condiciones de albergar a los diputados y demás autoridades para la conmemoración de tan señalada fecha. En muy breve lapso de tiempo, en la fachada del flamante edificio de las Cortes lució por fin el artículo de la Constitución que decía aquello de que “la potestad de hacer las leyes reside en las Cortes con el rey”. ¡Qué poco tiempo quedaba para que se acabasen las ilusiones de algunos!   

 

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Bibliografía, Créditos y menciones

Texto y fotografías propiedad de Diego Salvador