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Los fusilados del 3 de mayo

Este artículo trata de los madrileños que fueron fusilados la madrugada del 3 de mayo de 1808 en represalia por los violentos hechos del 2 de mayo

Fusilamientos 3 de mayo

Este artículo trata en realidad de los madrileños que fueron fusilados (o arcabuceados, según gustaban de decir las crónicas de la época) la madrugada del 3 de mayo de 1808 en represalia por los violentos hechos del 2 de mayo. Estos hombres fueron pasados por las armas en las laderas de la Montaña del Príncipe Pío y enterrados finalmente en el cementerio de la Florida. Un episodio luctuoso que retrató Francisco de Goya con su mestría habitual en el cuadro de los “Fusilamientos de la Moncloa”, expuesto en el Museo del Prado junto a su otro gran lienzo, el “Dos de Mayo”, o “La carga de los mamelucos en la Puerta del Sol”.

 

Varios conceptos se dan cita en estas breves líneas: Montaña del Príncipe Pío, fusilados, cementerio de la Florida, cuadro de Goya…Vamos a tratar de entrelazar todos ellos en un retrato coherente del lugar y los acontecimientos acaecidos aquella siniestra y primaveral madrugada de mayo de 1808.

 

En primer lugar, ¿qué es la Montaña del Príncipe Pío? ¿Por qué se denomina de esta manera? Hay que remontarse a finales del siglo XVII para desvelar este secreto. En aquella época, el Príncipe Francisco Pío de Saboya era el dueño de estos terrenos. Este señor, a pesar del apellido, no tenía nada que ver con la dinastía piamontesa que siglos después reinó en una Italia unificada y que además proporcionaría un monarca a la Corona española, Amadeo de Saboya, quien por cierto, salió por patas de aquí al grito de “estos españoles están todos locos”. Por algo sería. Pero sigamos con don Pío. Pío de Saboya era un militar, un hombre de guerra que tenía el cargo de mariscal de campo y lugarteniente de los ejércitos españoles que sirvieron bajo el mando de Felipe V, a la postre, el primer rey de la dinastía borbónica que gobernó en España. Por sus leales servicios le fue concedido el Toisón de Oro (una condecoración que data de 1429 e instituida por el duque de Borgoña y conde de Flandes, Felipe III) y tras la guerra de Sucesión que colocó al bisnieto de Luis XIV en el viejo trono de los Habsburgo hispánicos, el rey le nombró Capitán general de Cataluña. Nuestro príncipe acabó de mala manera, pues se ahogó al caer de forma fortuita en una presa en septiembre de 1723. Ya tenemos el lugar donde acaecieron los fusilamientos, que curiosamente antes de ser conocido como la Montaña del Príncipe Pío, era la Dehesa de la Florida. El mismo nombre que nos viene a la memoria al recordar las dos iglesias gemelas de San Antonio de la Florida y el cementerio del mismo nombre. Durante la remodelación que sufrió esta zona en la segunda mitad del siglo XIX, se construyó la estación del Norte (hoy llamada del Príncipe Pío), y en la cumbre de la colina, el Cuartel de la Montaña. Tras protagonizar un asedio en los primeros días de la guerra civil de 1936, el Cuartel fue demolido en la segunda mitad del siglo XX para ser sustituido por el viejo templo de Debod en 1972, regalo del gobierno egipcio al español por su participación en los trabajos de construcción de la presa de Asuán, y que fue trasladado desde el país del Nilo piedra a piedra hasta Madrid. Con problemillas, eso sí.

Es en este lugar donde se sitúa la ejecución de los paisanos españoles apresados durante y después de la sublevación del Dos de Mayo de 1808. Donde Goya emplaza los rostros desencajados de los ejecutados frente a las sombrías figuras  de sus ejecutores franceses. En el Museo del Prado el cuadro es nombrado como “El 3 de mayo de 1808 en Madrid: los fusilamientos de patriotas madrileños”. Popularmente se conoce como “Los fusilamientos del 3 de Mayo”, “Los fusilamientos de La Moncloa” o “Los fusilamientos de la Montaña del Príncipe Pío”. Goya eligió esta escena, además de “El dos de mayo: La carga de los mamelucos en la Puerta del Sol”, por ser representativa del inicio de la resistencia y del propio sacrificio del pueblo español frente a la invasión napoleónica. El pintor aragonés manifestó al regente, el infante don Luis de Borbón, en febrero de 1814, su deseo ferviente de homenajear a los patriotas españoles que habían sufrido la cruenta guerra contra los franceses, aunque no sabemos si la idea partió del propio maestro o del gobierno, pues pudo ser un encargo. Según sus propias palabras: «sus ardientes deseos de perpetuar por medio del pincel las más notables y heroicas acciones o escenas de nuestra gloriosa insurrección contra el tirano de Europa». Goya no debió ser testigo ocular de las ejecuciones, pero conocía perfectamente la zona. Se documentó a conciencia y es posible que conociese el testimonio del único superviviente de la matanza del Príncipe Pío. Al fondo del cuadro, tras la Montaña, en la que observamos a los condenados, se observan edificios que fueron demolidos a lo largo del siglo XIX: el cuartel del Prado Nuevo, donde habían sido recluidos los desgraciados a los que les había tocado la china del sorteo y el convento de Doña María de Aragón, junto al palacio de Godoy o de Grimaldi, en la calle donde se alza el antiguo Senado esquina actual calle de Bailén. Por cierto la calle de Bailén se denomina así en recuerdo a la batalla del mismo nombre, en que las tropas españolas vencieron por primera vez en campo abierto a las fuerzas de Napoleón, quien no se lo tomó demasiado bien, acostumbrado a vencer siempre.

 

La escena representada por Goya es de un verismo casi insoportable, a la par que inapelable y compleja. Representa en un ambiente de luctuosa oscuridad (no sólo por las horas nocturnas en que tiene lugar el hecho, sino porque el hecho en sí es oscuro, tétrico, lúgubre, sombrío, macabro, violento…), el valor, el miedo, la resignación o la desesperación, según el estado de ánimo de cada uno ante la muerte inminente. Los muertos ensangrentados en primer plano, un fraile tonsurado, un hombre con camisa blanca que increpa, brazos en alto, quizás proclamando su inocencia y lo absurdo de tanta violencia, a los inflexibles soldados de Napoleón. Unos militares que no muestran su rostro, el rostro de la Parca.

 

Vayamos un poco más allá y tratemos de alumbrar algún aspecto vital de las víctimas de la barbarie de Murat, el cuñado de Napoleón, el gobernador militar francés de la capital madrileña en esos días. Pues ha sido el Gran Duque de Berg, quien posteriormente será rey de Nápoles, el que ha ordenado escarmentar severamente al pueblo de Madrid por levantarse contra el orgulloso invasor imperial. Mediante decreto dispuso la necesidad de fusilar (o arcabucear, como a veces se traduce del texto original francés la palabra “fusilés”) a todo aquél que hubiese sido arrestado con un arma encima. Y armas fueron consideradas por los celosos soldados foráneos la tijera de la bordadora, el bisturí del cirujano y la navaja que formaba parte del atuendo de la majería castiza. En el cuadro de Goya sólo vemos una víctima reconocible: un fraile. Como todas las víctimas, y los verdugos, tiene un nombre y una vida que ha vivido hasta ese momento terrible. El final violento de su existencia. Se llama Francisco Gallego Dávila, y es el sacristán del Convento de la Encarnación de Madrid. Es el único condenado que fue elegido a dedo y en persona por Murat, precisamente por su condición de clérigo. “Quién a hierro mata, a hierro debe morir”, justificó el cruel militar francés, al conocer que el fraile fue detenido con un trabuco en la mano para matar franceses.

 

El resto de fusilados en ese lugar, 43 en total, fueron elegidos por sorteo. Veamos algunas de sus historias. En la iglesia de Santiago trabajaban unos albañiles. Cuando se originó todo el revuelo en la plaza de Oriente que culminó en el estallido de ira del Dos de Mayo, decidieron unirse a la refriega. Utilizaron todo lo que tenían a mano como arma para enfrentarse a los imperiales. Ladrillos fundamentalmente, pero también piedras y cascotes que manejaron con maestría como objetos contundentes contra la gallarda caballería polaca, algunos de cuyos miembros sufrieron las consecuencias de la cólera de estos obreros de la construcción. Una vez repuestos de la sorpresa, los profesionales lanceros polacos mataron en el acto a algunos de este grupo y a otros los llevaron presos. Murieron frente al pelotón de ejecución horas después en Príncipe Pío José Reyes, Antonio Méndez Villamil, Manuel Rubio, Antonio Zambrano, Domingo Méndez, Fernando Madrid y José Amador.

 

Trabajadores de Hacienda fueron también pasados por las armas esa madrugada: Anselmo Ramírez de Arellano (que dejó viuda embarazada de su tercer hijo), Juan Antonio Serapio, Antonio Martínez, Juan Antonio Martínez del Álamo y Gabriel López.

 

Hubo comerciantes que se unieron a la sublevación popular y que arengaron a sus empleados para luchar contra el francés. Como José Rodríguez, dueño de una botillería sita en la Carrera de San Jerónimo; el platero Julián Tejedor de la Torre; el guarnicionero de la plazuela de Matute Lorenzo Domínguez; el dueño de mercería José Lonet y Riesco, detenido por llevar en la mano unas balas que encontró en la calle de la Inquisición (hoy día calle de Isabel la Católica); el palafrenero del infante don Carlos, Juan Antonio Alises, detenido por una patrulla francesa por portar un sable; Julián, otro platero que dejó viuda, una pobre mujer que al poco murió de pena, dejando tres huérfanos de corta edad.

 

Miguel Gómez Morales murió en la Montaña por ser excesivamente curioso. Era oficial jubilado de embajadas, y cuando escuchó el tumulto se acercó a Palacio, donde ya se combatía. Y mira por dónde, le capturaron los franceses sin intervenir activamente en el combate. Nadie pudo interceder por él. Uno más de los que estaban en el momento y en el sitio equivocado.

 

Manuel García, detenido en los sucesos del cuartel de Monteleón, fue el único militar fusilado en la Montaña. Es posible que junto con el sacristán Francisco Gallego fuese designado por el artículo 33 para encabezar la cuerda de presos que fueron al matadero.

 

El arriero leonés Rafael Canedo fue el único “caudillo popular” reconocido entre las 43 víctimas de los fusilamientos de la Montaña del Príncipe Pío. Fue acusado de matar a golpe de navaja a cuanto mameluco egipcio se le puso farruco por delante, hasta que fue capturado.

 

Francisco Bermúdez y López de Labiano era ayuda de Cámara de Palacio. Cuando estalló el Dos de Mayo en la plaza de Palacio, salió despendolado de su casa armado con una carabina, que utilizó a diestro y siniestro y cuantas veces le fue posible. Herido en una pierna y la cara quemada por la pólvora, fue llevado horas después a rastras hasta el lugar de la ejecución.

 

Y ahora, datos curiosos. Antonio Mazías de Gamazo fue el ajusticiado de mayor edad, contando entonces con 66 años. Manuel Antolín Ferrer, jardinero del Real Sitio de la Florida, que a la sazón contaba 21 primaveras, fue el más joven en morir.

 

Pudieron ser 44 los ejecutados en la Montaña esa madrugada, pero Juan Suárez fue hábil y conservó la suficiente sangre fría como para escapar, y contar cómo fue la matanza. Su relato permanece en el Archivo de la Villa como oro en paño. Combatió en el Cuartel de Monteleón, y finalmente fue detenido por los lanceros polacos. Le tocó la china del sorteo de la muerte, pero no se dio por vencido ni aún en el momento postrer de su hora final. Juan Suárez cuenta que “ya de rodillas para recibir las descargas, pude desasirme de mis ligaduras y tenderme en el suelo, echándome a rodar por una hondonada. Cuando me levanté, magullado, disparáronme algunos tiros, y aún trataron de perseguirme, cortándome la retirada; pero yo, más ágil, les gané la tapia que salté, yendo a refugiarme a la iglesia de San Antonio de la Florida”. Un caso extraordinario que demuestra a las claras que la esperanza es lo último que se pierde. Posiblemente, este hombre pudo contar a Goya su experiencia personal.

 

Esta es la historia de algunos de los ejecutados (o no) recogidas por el historiador Luis Miguel Aparisi, quien estudiando miles de documentos del Archivo de la Villa, logró identificar numerosas víctimas que todavía no lo habían sido y que cayeron frente a los pelotones de ejecución napoleónicos el 3 de mayo. Murat ordenó, de nuevo, en un acto cruel, y para que nadie olvidase quien mandaba en Madrid, que los cadáveres de los fusilados permaneciesen insepultos durante nueve días en una hoya cavada por sus ejecutores, con el riesgo de epidemia que eso significaba, pues es indudable que en mayo, cuando hace el calor, los días tendían ya por entonces a ser largos y calurosos. Por fin, pasado este tiempo, y burlando a los franceses o de forma autorizada por éstos, los hermanos de la Congregación de la Buena Dicha inhumaron los cuerpos de aquellos desventurados en el pequeño cementerio de la Florida.

 

Y por fin nos acercamos al último elemento de nuestra historia. El cementerio de la Florida no era tal a mediados del siglo XVIII, pues por entonces era una alquería. Ya en 1796, el lugar fue reutilizado como camposanto para los empleados del Palacio Real, y estaba regentado por la ermita de San Antonio de la Florida, que ya era la que existe hoy en día. Este cambio de uso fue el resultado de las transformaciones que sufrió la zona a instancias del rey Carlos IV. El cementerio de la Florida es un pequeño recinto en cuya cripta se hallan dos cajones de plomo y cinc con los restos de los 43 fusilados. Podemos observar también varias lápidas que recuerdan los fusilamientos.

 

En 1927 se instaló en el suelo del camposanto una lápida de mármol con la siguiente inscripción:

“EN ESTE MISMO SITIO/EN LA NOCHE DEL 3 DE MAYO DE 1808 / SE CAVÓ LA FOSA PARA ENTERRAR / A LAS GLORIOSAS VÍCTIMAS / QUE GUARDA ESTE CEMENTERIO / LA SOCIEDAD FILANTRÓPICA / Y BATALLÓN DE MILICIAS NACIONALES / LES DEDICAN ESTE RECUERDO EN 1927”.

 

En la entrada, hay una reproducción en azulejos del célebre cuadro de Goya, inaugurada en 1982. Hasta 1917 la Cofradía de la Buena Dicha gestionó este lugar tan representativo del heroísmo patrio, puesto que al menos dos de los fusilados fueron cofrades. Esta institución fue rebautizada en tiempos de Fernando VII, y por autorización expresa de éste, como “Congregación de la Buena Dicha y Víctimas del Dos de Mayo”.  En 1917 la Cofradía estaba en trance de desaparecer, dado el escaso número de miembros. Por ello, Ortiz de Pinedo, uno de los cofrades, traspasó la gestión de la Cofradía a la Sociedad Filantrópica de Milicianos Nacionales Veteranos, de la que Ortiz también era miembro. Esta Sociedad se constituyó en 1839 por antiguos combatientes de la Guerra de la Independencia, integrados en las milicias populares, base y sostén principal de la resistencia hispana hasta que el ejército español pudo reorganizarse y se recibió la ayuda británica y portuguesa. Desde 1917, el cementerio es mantenido por las mensualidades de los miembros de la Sociedad Filantrópica, que logró evitar el traslado de los preciados restos al Monumento a los Héroes del Dos de Mayo en la plaza de la Lealtad, a instancias del ayuntamiento madrileño.

 

En la actualidad, el cementerio se visita solo los sábados de los meses de mayo y junio, de 10:00h a 13:00h. Los días 2 y 3 de mayo, está abierto todo el día, que supongo que querrá decir que también por la tarde.

 

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Bibliografía, Créditos y menciones

Texto y fotografías propiedad de Diego Salvador