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Un campo de prisioneros en la isla de la Cabrera

En la Batalla de Bailen el general Castaños consiguió la rendición de los franceses y los oficiales fueron repatriados ¿qué ocurrió con el resto de prisioneros?

El general Castaños consiguió la rendición de los franceses en la batalla de Bailén, celebrada en julio de 1808, a condición de ser repatriados. Dupont, el comandante del ejército derrotado y los demás oficiales así lo fueron. Fueron repatriados a Francia, donde automáticamente fueron cesados de sus cargos, víctimas del enfado de Napoleón, pues éste consideraba la rendición como una cobardía. Consideró que Dupont y sus hombres se habían ocupado más de guardar el botín recogido en tierras de Andalucía que de combatir. Supongo que la mayor parte se reengancharía, pues no estaba el horno para bollos, y el emperador necesitaba de todos los hombres que pudiese reclutar, dada la sangría humana que suponían sus campañas a lo largo y ancho de Europa, para expandir las ideas de la Revolución. Dupont, para escarmiento, fue desposeído de todos sus condecoraciones y cargos y recluido en prisión.

Pero, ¿qué ocurrió con el resto de prisioneros? Pues sufrió un terrible destino, que entra dentro del capítulo de los desastres de la guerra. En contra de lo pactado por Castaños, la comandancia inglesa instalada en Cádiz, se negó a repatriar a Francia a los prisioneros galos en barcos británicos, aduciendo que volverían a tomar las armas en su contra. Mientras las autoridades españolas e inglesas discutían que hacer con ellos, permanecieron cautivos hacinados en pontones (barcos que, amarrados a puerto, servían de cárcel) en Sanlúcar de Barrameda. Y así pasaron los meses…

Los militares ingleses presionaron para trasladarlos a la isla de Mallorca. Los lugareños no aceptaron el hecho y por ello se decidió trasladarlos a algún lugar donde no “molestasen” demasiado: la isla desierta de Cabrera.

Una vez decidido el destino de estos desgraciados, partieron el 9 de abril de 1809 desde la bahía de Cádiz a su prisión definitiva. El largo viaje resultó todavía más penoso por el hacinamiento prolongado y las tempestades. Para colmo, una epidemia de disentería se extendió a bordo durante el penoso viaje.

Más les valdría haberse quedado en Sanlúcar, pues el destino que les esperaba en la Cabrera era trágico, pues significaba un confinamiento sine die en una pequeña isla donde no existía ningún edificio que pudiese ser utilizado ni como cárcel, ni como refugio. Puesto que la prisión era la misma isla, rodeada por barcos ingleses y españoles haciendo guardia a su alrededor. Imagínense Alcatraz, pero sin dependencias carcelarias. Pues algo así, pero de mayor superficie. Inicialmente, más de 7.000 soldados franceses fueron abandonados a su suerte en este islote rocoso con la única compañía de lagartijas, conejos y cabras, y no demasiados numerosos. A los prisioneros que llegaron inicialmente se les añadieron los capturados en las inacabables guerras napoleónicas durante los años siguientes. El nefasto invento del campo de prisioneros había calado entre las autoridades británicas y españolas.

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El suministro de víveres era complejo, pues debía llegar desde Mallorca cada cuatro días en cantidad suficiente para permitir la subsistencia de tan elevado grupo de hombres, hasta el siguiente abastecimiento. Cuando sufría un retraso por cualquier causa (logística deficiente, mal tiempo, algo que sucedía a menudo), los prisioneros quedaban desabastecidos y debían tratar de alimentarse por sus propios medios, hasta que acabaron con la escasa fauna existente en la isla. Los más desesperados trataron de hacerse con los barcos de víveres. Aunque los franceses fracasaron en su intento, la contrata encargada del suministro de víveres se asustó y decidió cancelar el contrato con las autoridades militares aliadas. Mientras se buscaba otra contrata, el hambre en la Cabrera se agudizó. Cuando se restableció la conexión de provisiones con la isla de Mallorca, muchos habían muerto de inanición. La necesidad imperiosa de alimentarse hizo que muchos comiesen cualquier tipo de plantas (extinguidos los animales), lo que ocasionó más enfermedades y muertes. Escenas de canibalismo, coprofagia, sadismo, fueron normales entre estos hombres hambrientos y desesperados.

Solamente cuando se firmó la paz en 1814, acabó la pesadilla de estos desgraciados, o al menos, de los que sobrevivieron. De los 11.286 prisioneros de guerra que dieron con sus huesos en la Cabrera a lo largo de éstos, regresaron 4.250 hombres.

Fue un episodio vergonzante, un crimen contra la humanidad cometido por españoles y británicos. Pero quien esté libre de pecado, que tire la primera piedra…

El 16 de mayo de 1814 los 3000 cabrerenses supervivientes logran por fin la libertad.

“Adiós peñascos, adiós montañas,

Grutas, desiertos, antros horribles;

Dejamos vuestras tristes campiñas

Para volver al hogar feliz.

Podemos volver al hogar feliz.

Podemos cantar a coro

Que la paz nos resucitará;

Pues se regresa del otro mundo

Cuando se viene de Cabrera”

En 1847, algo más de un centenar de “cabrerenses” (supervivientes de la Cabrera) se reúnen en París. Ese mismo día, sobre una estela de granito colocada en la isla, a modo de monolito, unas letras permanecerán grabadas: “A la mémoire des Francais á Cabrera“.

Los periodistas Pierre Pellissier y Jèrôme Phelipeau escribieron de forma novelada las peripecias de los prisioneros de la Cabrera, en una obra publicada en 1979: “Les grognards de Cabrera: 1809-1814)“, traducida al castellano en 1980.

Laura García Gámiz ha publicado “Cuando el padre nos olvida. Los prisioneros de Cabrera en la Guerra de Independencia (1808-1814)“, traducción de “Souvenirs de l’Empire. Les Cabrériens. Épisode de la Guerre d’Espagne” de Gabriel Froger, obra escrita a mediados del siglo XIX, en la que, Froger actúa como simple copista de las memorias de Sebastien Boulerot, un soldado superviviente de Cabrera. Es una lectura recomendable, pues significa estudiar la Historia desde dentro, desde la óptica de uno de sus protagonistas.

 

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Bibliografía, Créditos y menciones

Texto y fotografías propiedad de Diego Salvador Conejo