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En el verano de 1811 estalló en Madrid una calamidad que venía barruntándose desde hacía varios años. Una calamidad jamás sospechada en la Villa y Corte: ¡el HAMBRE! Así llama don Ramón Mesonero Romanos, cronista y concejal madrileño, en sus memorias autobiográficas un capítulo negro de la historia madrileña: “El hambre de Madrid“, título quizás basado en el cuadro del mismo nombre pintado por el pintor José Aparicio, un encargo gubernamental en referencia a este espantoso episodio que se prolongó más de la cuenta.
Evidentemente, la hambruna sufrida por la capital de las Españas tenía sus causas. En todo caso, su aparición llegó a amenazar la existencia de toda la población, invasores incluidos. Después de cuatro años de guerra encarnizada, los jóvenes habían abandonado los campos para coger las armas, lo que dificultaba y en ocasiones suprimía del todo las tareas de cultivo. Las cosechas, escasas, eran robadas por unos y otros ejércitos, y por las partidas de guerrilleros. Madrid, además, estaba aislada de las demás provincias del Reino por los azares de la guerra, por lo que su abastecimiento se adivinaba insuficiente, cada vez más, por lo que poco a poco la escasez de alimentos se hizo dueña y señora de la Villa, que aunque en puridad no lo estaba, parecía irremediablemente sitiada o asediada.
El hambre estalló por fin en septiembre de 1811, a pesar de que el Gobierno de José I había tomado algunas medidas, como arrebatar de los graneros de los pueblos cercanos a Madrid todas las mieses y frutos para traerlos a la capital, u obligar a los panaderos a cocer un grano que no tenían, y a fijar para su venta un precio elevado imposible de mantener y de pagar, al menos para la mayor parte del vecindario. Como siempre, la necesidad multiplica el ingenio, pero esta vez en vano. El famoso pan de trigo candeal de Madrid fue sustituido por otro de peor calidad, a base de centeno, maíz, cebada y almortas, y en vano se adoptó la nueva planta de la patata, hasta entonces desconocida en Madrid. A pesar de comerse los materiales y animales más repugnantes, la escasez continuaba su irresistible ascenso, y la carestía de los pocos productos que había, también subió en la misma proporción, de forma que los alimentos no iban quedando solamente fuera del alcance del pueblo común, sino progresivamente del de familias más acomodadas.
El cuadro que trató de representar José Aparicio en “El Hambre de Madrid” era espantoso: hombres, mujeres y niños, de todas condiciones y edades, abandonaban sus viviendas y se arrastraban famélicos, moribundos a la calle para implorar la caridad pública, para coger un troncho de verdura, que en épocas normales, se arrojaba al basurero, algo que algún mísero tendero les pudiese ofrecer, una triste limosna,…
El propio Mesonero Romanos, que nos narra toda esta sarta de penalidades sin cuento, un niño en aquella época, de familia acomodada, también pasó hambre, y relata como vio a mucha gente morir en medio de las calles y a pleno día. Se escuchaban los lamentos de las mujeres y niños al lado de los cadáveres de padres y hermanos tendidos en las aceras, que eran recogidos dos veces al día por los carros de las parroquias. Los transeúntes, escasos e igualmente hambrientos, a la vista de la muerte, adquirían en su rostro el mismo aspecto cadavérico.
Los esfuerzos de las autoridades municipales, juntas de caridad, diputaciones de barrio y hombres benéficos (los que todavía tenían alguna peseta para atender las necesidades ajenas), se antojaban insuficientes para enfrentarse a tan prolongada hecatombe. Los mismos soldados franceses, relativamente inmersos también en la escasez generalizada, se mostraban sentidos y aterrorizados, y contribuían con lo que buenamente podían para socorrer a los famélicos moribundos. Pero en muchas ocasiones, de forma temeraria y/o absurdamente heroica, las limosnas ofrecidas por los franceses eran rechazadas por venir de manos del enemigo. Esta es la dantesca imagen que trata de dar Aparicio en su pintura, expuesta en la Academia de San Fernando en 1815.
El propio José I, de vuelta de Paris, donde había ido a felicitar a su hermano Napoleón por el nacimiento de su hijo, el Rey de Roma, halló esta angustiosa situación en el pueblo madrileño, y desde un primer momento, ayudó con subvenciones o limosnas a la Municipalidad, curas párrocos y a las diputaciones de los barrios (a las que pertenecía el padre de Mesonero), además de manifestarles con gran sinceridad su tremenda aflicción por la miseria que sacudía inmisericorde al pueblo madrileño. El padre de Mesonero Romanos, poco sospechoso de afrancesado, decía a su familia tras su entrevista con el Rey intruso que “…seguramente, este hombre es bueno ¡lástima que se llame Bonaparte!“.
Ninguna de estas ayudas pudo paliar el hambre, que se llevó por delante a más de 20000 personas. Por fin, en agosto de 1812, finalizó esta tremenda situación, pues Madrid fue evacuada por los franceses al entrar el ejército aliado anglo-hispano-portugués en la capital, como consecuencia de su victoria en la batalla de los Arapiles, en tierras salmantinas. La entrada de Lord Wellington facilitó sobremanera las comunicaciones y los abastecimientos. El hambre de Madrid había concluido.
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