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El joven sultán otomano Mohamed II (1451-1481), el que -decidido a poner punto y final a aquel anacronismo histórico situado en el centro de sus dominios que era Constantinopla- movilizó todos sus recursos económicos y militares con un único objetivo: tomar la milenaria metrópoli. Iniciado el asedio por mar y tierra a principios de abril de 1453, la ciudad fue tomada al asalto el 29 de mayo de 1453.
Y aquí, entre los defensores (8000 como mucho) había gente de lo más variopinta, entre ellos los miembros de la colonia catalana, unos 200 agrupados en torno a su cónsul Peré Juliá, que se desplegaron en los alrededores de las ruinas del Hipódromo y del antiguo Palacio imperial; a valerosos y peculiares individuos, como el noble castellano Francisco de Toledo -que pretendía estar emparentado con la familia imperial de los Comnenos-; al ingeniero escocés (otros dicen que alemán) Juan Grant o al príncipe otomano Orchán, pretendiente al trono otomano refugiado en Constantinopla. Claro que también hubo griegos y occidentales menos aguerridos que, en cuanto las intenciones otomanas se vieron claras, decidieron poner pies en polvorosa y escapar del inminente asedio.
Otras fuentes afirman que Peré Juliá no era el cónsul catalán, sino el capitán de la guarnición catalana de Constantinopla. El cónsul catalán en Constantinopla sería un tal Joan de la Via. La desproporción entre los dos bandos era abismal, pero los defensores sabían que tenían muy poco que perder una vez que Constantinopla rechazó la rendición incondicional.
En la madrugada del 29 de mayo de 1453, tras el fracaso de un ataque turco en las cercanías de la Puerta de San Romano, Mohamed decidió que había llegado el momento del asalto final. Un error de los defensores (un portón en la muralla de Blanquernas, la Kerkaporta, quedó mal cerrado tras una salida de hostigamiento de los defensores) fue aprovechado por los otomanos para introducir un pequeño contingente, cuya presencia desconcertó a los cristianos. El comandante de las defensas cristianas, el genovés Giustiniani, resultó herido y ordenó a sus hombres que le retiraran del campo de batalla, a pesar de los ruegos del emperador, acto de cobardía cuyo remordimiento le acompañó hasta su muerte, ocurrida días después en la isla de Quíos, a consecuencia de las heridas. Conocida la noticia, cundió el pánico, la resistencia se desorganizó y los turcos ampliaron la brecha, penetrando en masa. Fue el fin de Bizancio.
El propio emperador Constantino XI, en un gesto poco frecuente en la historia, despojándose de las insignias imperiales, se lanzó contra las fuerzas enemigas en compañía de su primo Teófilo Paleólogo, de su amigo Juan Dálmata y de Francisco de Toledo. Murió combatiendo, junto a otros 3.000 ó 4.000 bizantinos y latinos que sucumbieron ese día, según la fuente que se escoja. A pesar de los intentos del sultán, su cuerpo nunca pudo ser identificado con seguridad.
Los catalanes que defendían el sector del viejo Palacio imperial continuaron combatiendo hasta que todos murieron o fueron hechos prisioneros. El capitán Peré Juliá y varios de sus hombres, así como el cónsul Joan de la Vía y sus hijos fueron ejecutados por orden del sultán quien, desde luego no era una hermanita de la caridad y no tuvo piedad de los vencidos.
Durante tres días se sucedieron el pillaje y los asesinatos. Sólo fueron respetadas las zonas de Constantinopla que se rindieron sin oponer resistencia. Pero una vez saciadas las tropas, Mohamed decidió que ya había sido suficiente y que tocaba la hora de la reconstrucción.