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Hace un siglo, a comienzos de 1898, la suerte de los últimos restos del Imperio colonial español estaba casi decidido. En Cuba, el capitán general Blanco fracasaba en su intento de pacificación y el gobierno autonómico formado en enero apenas despertó adhesiones. España llegaba políticamente con una década de retraso. Diez años de atraso tenía, también la flota española, único medio para defender las lejanas colonias del Caribe y del Pacífico: en lo años setenta aquellos barcos hubieran sido competitivos; a finales del siglo, buena parte de ellos eran anticuados o sólo constituían nombres en las listas de efectivos y los más modernos apenas estaban en situación de combatir por necesitar limpieza de fondos, por jugar con multitud de calibres que hacían difícil el municionamiento, por falta de adiestramiento en las tripulaciones, por falta, de parte de la artillería pesada en su unidad más moderna, el Colón...Tan mala era la situación general de la Marina, la de la flota encargada de la defensa de las Filipinas resultaba lamentable. Aquella escuadra servía para poco más que combatir a los piratas y hubo de medirse a una flotilla norteamericana, más grande que la española, mucho más moderna y mejor adiestrada. En este telón de fondo, como historiador he deseado descubrir el panorama en que se movió el conflicto hispano-norteamericano de las Filipinas y sus consecuencias, así como también mostrar el expansionismo norteamericano en el Pacífico y narrar las vicisitudes de la desigual batalla de Cavite, donde la flota española se enfrentó valerosamente a la escuadra norteamericana muy superior, derrotándola, en la que sólo el valor de las tripulaciones de los buques de guerra españoles estuvieron a la altura de las circunstancias.
El 25 de febrero de 1898, tres meses antes de estallar la guerra entre EEUU y España, Theodore Roosevelt, subsecretario de Marina, aprovechó aquel día de vacaciones que se había tomado su jefe, John Long, secretario de Marina, para pasar a la acción por su cuenta. El propio Long cuenta en sus memorias que Roosevelt se encontró esa jornada con la Armada en sus manos y comenzó a lanzar un verdadero torrente de órdenes perentorias mandando movimientos de barcos, autorizando la adquisición de compra de municiones, convocando a expertos, autorizando la adquisición de cañones para una flota auxiliar aún no existentes, incluso, enviando peticiones al Congreso para que este autorizase el reclutamiento de un número ilimitado de hombres (1). Ese mismo día, Roosevelt envió un telegrama al Comodoro George Dewey jefe de la Escuadra norteamericana en el Pacífico: Diríjase con su flota...a Hong Kong y aprovisiónese de carbón. En caso de declaración de guerra con España, su deber es impedir que la flota española abandone la costa asiática e (iniciar) luego operaciones ofensivas en las Islas Filipinas. Por supuesto, Long , reprendió a Roosevelt, pero no revocó sus numerosas órdenes para que no trascendiese a la prensa y evitar así la polémica. Sin embargo, conviene señalar que la primera parte del telegrama estaba justificada, ya que si había guerra con España, se pensaba en la hipotética posibilidad de que el Gobierno español enviara su pequeña Escuadra destinada en Filipinas a bombardear la costa californiana. Precisamente en Washington se desconocía por completo la debilidad de la Armada española y por ella se había creado una flotilla para defender la costa atlántica ante un no menos fantástico golpe de mano del almirante Pascual Cervera.
La escuadra asiática de EEUU, aunque inferior en todos los aspectos, o la del Atlántico, estaba eficazmente preparada para la guerra. De ello se había ocupado minuciosamente Roosevelt, quien había sabido poner al frente a una persona de sus mismas ideas expansionistas. Una vez al frente de esa flota, el Comodoro Dewey no perdió el tiempo. Compró un mercante como buque de carboneo y adquirió todo el carbón que pudo hallar en Hong-Kong y en otros puertos de la zona. En cuanto a la situación en Filipinas, la paz de Biac-no-bató (23 de diciembre de 1897), había puesto fin a la insurrección de los indígenas contra España y los jefes rebeldes tagalos se hallaban dispersos por el sudoeste asiático. El líder de los insurrectos, Emilio Aguinaldo, llegó a Singapur a finales de abril y el cónsul norteamericano Julius W. Pratt decidió entrevistarse con él. En la conversación que mantuvieron, Pratt aseguró a Aguinaldo que su causa era inviable, salvo que aceptase combatir en colaboración con la flota estadounidense. El líder tagalo le contesto que sería excelente el que los EEUU quisieran ayudarle a conseguir la independencia de su país. No obstante, Pratt no dejo nada al respecto, pues actuaba por su cuenta sin haber recibido instrucciones de Washington; además, el que los EEUU estuvieran dispuestos a ayudar a los Filipinos para que lograran su independencia, era algo que aún estaba por ver. Los Estados Unidos, jamás entraron en una guerra, para librar al pueblo filipino y al pueblo cubano del yugo español, como quien diría la prensa de entonces, simplemente aprovecharon la ocasión y el momento bajo una política expansionista de Roosevelt para comerse el pastel de los resquicios del tambaleante imperio español. Lo que para la política roosveltiana, aquello favoreció su imagen ante Cuba, Puerto Rico, y Filipinas, con la esperanza de que el poderoso estado yanqui les ayudara si pedir nada a cambio. Pobres infelices, sólo hay que analizar la historia y ver que tras acabar la guerra hispano-cubana, dichas posesiones fueron ocupadas militarmente por EEUU. Las colonias simplemente habían cambiado de amo, españoles por americanos. He incluso hoy en día, más de un siglo después, aquellas gentes continúan pasando hambre y penalidades de todo tipo.
Continuando con nuestro estudio sobre lo ocurrido, cuando Aguinaldo salió del consulado, publico una ardiente proclama, en la que anunciaba a su pueblo que los norteamericanos se unirían a la causa independentista filipina. Esta noticia corrió como la pólvora en el Archipiélago y en pocas horas el pacto de Biac-na-bató quedó en el olvido. El día 24 de abril , el comodoro Dewey recibió la orden de zarpar de Hong-Kong rumbo a la bahía de Manila. Aguinaldo no llegó a tiempo para alcanzar a Dewey, pero este embarcó a dos cabecillas tagalos para que establecieran contacto con los insurrectos tan pronto como la escuadra llegara a las costas del Archipiélago. El conflicto era ya inminente. Tras algunas discusiones y presiones el presidente William Mckinley acabó cediendo y autorizó a Long para que ordenara a Dewey su marcha a Filipinas. El secretario de Marina telegrafió a Dewey: “La Guerra ha comenzado entre EEUU y España. Zarpe inmediatamente hacia Filipinas. Comience de inmediato operaciones, especialmente contra la flota española. Deberá capturar o destruir buques. use todos los medios a su alcance”. Puede afirmarse que al día siguiente, 25 de abril, Mckinley no sólo inició la guerra que había aprobado el Congreso para liberar la oprimida Cuba, que gran ironía, por su parte, sino también otra guerra que llegaría a tener resultados muy diferentes y que pondría en movimiento toda una cadena de consecuencias insospechables. Pero, asimismo, era la guerra de Roosevelt, el subsecretario de Marina que ponía telegramas a espaldas de su jefe; la del cónsul Pratt, que fomentaba la insurrección filipina desde Singapur por su cuenta; y la del comodoro Dewey, quien al salir al combate se llevaba a dos cabecillas de los insurrectos. Al ser la guerra un hecho, la escuadra de Dewey abandona Hong-Kong para salvaguardar la neutralidad británica, y se retira a la bahía de Mius, situada en los llamados Nuevos Territorios, arrendados a Gran Bretaña, pero de soberanía china; al zarpar, Dewey ordenó arrojar por la borda todo aquello que fuera inflamable, desde el piano del Olympia hasta los recuerdos orientales que habían adquirido sus hombres. Por último conviene destacar que la labor más fructífera de Dewey estuvo en el intensivo y excelente entrenamiento que dio a sus dotaciones de los buques de su escuadra. Durante tres meses, las prácticas de tiro fueron constantes y no se ahorraron municiones, al saber que Roosevelt enviaría más. Por esta razón, Dewey llegaría a declarar años más tarde que la batalla de Cavite se había ganado frente a la bahía de Hong-Kong donde sus navíos salían a diario a efectuar maniobras y prácticas de tiro.
Tras la voladura del Maine, la noche del 15 de febrero, las relaciones hispano-norteamericanas habían alcanzado su máxima tensión en el mes de abril. El día 27, el capitán general Agustín recibió en Manila la declaración de guerra por parte de EEUU. Y lanzó una proclama explicando la gravedad de la situación infundiendo ánimos a sus hombres: “Una escuadra tripulada por gentes advenedizas, sin instrucción ni disciplina, se dispone a venir a este archipiélago con el descabellado propósito de arrebataros a vosotros, la gloriosa infantería española que tanta sangre habéis derramado en vuestra insigne historia de vida honor y libertad. Vuestra indomable bravura de la noble soldadesca hispana basta para impedir que osen intentar siquiera tal osadía. Si hay que morir, moriremos con honor y valentía. Nuestra gloriosa bandera jamás será manchada con el deshonor de la derrota. Soldados y marineros, ¡¡Viva España!!.”(2)
Por otra parte, durante los tres meses en que Dewey preparó su escuadra frente a la bahía de Hong-kong, se aprendió de memoria las características de cada uno de sus buques que España tenía en el archipiélago filipino. Tan sólo desconocía lo que haría el almirante español Mauricio Montojo y Pasarón, aunque también dedico buena parte de su tiempo a hacer conjeturas y cálculos al respecto. Sabía que la Escuadra del almirante Montojo no saldría a su encuentro al ser muy inferior; como también que ésta podría huir entre las miles de islas del Archipiélago y que le resultaría muy difícil perseguirla sin puntos de carboneo, pero, seguramente, no lo haría, porque representaría dejar indefensa la capital. Por parte española, el mando militar del Ejército y los jefes de la Armada tenían muy serías dudas sobre las posibilidades de la defensa de la bahía de Manila, de la ensenada de Cavite y de las propias fortificaciones de la capital filipina. Al principio se pensó convertir el arsenal de Subig en núcleo de la resistencia. Allí estaba en preparación un refugio naval cuyo dique había sido encargado a Inglaterra sin que, curiosamente, se utilizase la entrada del puerto. El 25 de abril, a las 11:30 h. de la noche, la Escuadra de Montojo, formada por los cruceros Reina Cristina, Don Juan de Austria, Isla de cuba, Isla de Luzón, habían zarpado del puerto de Manila con destino a Subig. Montojo telegrafió a Segismundo Bermejo, ministro de Marina: “Salgo a tomar posiciones en espera del enemigo”. Según Montojo, Subig parecía tener mejores condiciones que Cavite, al ofrecer libertad de movimientos a su Escuadra y por su proximidad a Manila, pudiendo trasladarla allí en breve plazo. Sin embargo, las cuatro piezas modernas de gran calibre con el que pensaba artillar el arsenal no habían sido instaladas por un conflicto de jurisdicciones (si era el Ejército o la Armada quien debía hacerlo). Por ello, Montojo, al hallar dichos cañones desmontados en el suelo y comprobar que tan sólo había un cañón de 15 cm con el que apoyar a su escuadra desde tierra, decidió regresar a Manila el día 27 sin esperar órdenes.(3) (Testimonio del capitán de navío Víctor Concas, defensor jurídico del almirante Montojo en el juicio del Consejo de Guerra al que fue sometido en septiembre de 1899, por presunta responsabilidad en el desastre de Cavite.)
“El capitán general se quejará al Gobierno de la autonomía de Montojo: La Escuadra enemiga está para entrar en Subig, abandonada por nuestra Escuadra, sin consultarme ni darme aviso, su almirante...aténgase a las circunstancias de lo que pueda ocurrir”.
El almirante Montojo quiso entonces situar a su escuadra frente a la capital para reforzar la escasa potencia de fuego de sus buques con las baterías de la plaza. No pudo hacerlo, pues el capitán general lo prohibió, al temer que la escuadra norteamericana no sólo respondiese al fuego de sus baterías costeras y bombardease también la ciudad. Por lo tanto, Montojo tuvo que formar su Escuadra frente al arsenal de Cavite, cuya artillería era mucho más débil. El día 29, el comodoro Dewey envió al crucero Boston y el cañonero Concord a reconocer la desierta bahía de Subig. Mientras tanto, por la noche, la escuadra española se hallaba en callacao con intenciones de dirigirse a Cavite. En la boca de entrada de Manila se montó una batería con los dos últimos cañones del Crucero Antonio de Ulloa, los del Velasco, los del general Lezo, y los de otros viejos buques que no habían podido combatir. En cuanto al arsenal de Cavite, como núcleo de resistencia, muchas opiniones entre el mando militar y los jefes de la Armada coincidían con los del capitán de navío Víctor Concas, quien en 1882 escribió: “Bajó el punto de vista militar, Cavite es un absurdo, pues se halla situado en el fondo de una bahía, con entradas, que una de ellas tiene 9.700 metros de ancho y hasta 72 metros de fondo y no son defendibles prácticamente ni con artillería, ni con torpedos, y que, por consiguiente, una vez bloqueadas, convierte el puerto de refugio en una horrible ratonera... En Cavite nos espera un auténtico desastre a la primera ocasión”(4). Por otra parte, en el puerto de Cavite había una batería montada y otra provisional que suponían tres cañones más entre ambos, a los que se sumaban dos más del crucero Antonio de Ulloa y otros dos del Castilla. El día 30, la escuadra norteamericana llegó a la altura de cabo Bolinao, en Filipinas. Por la tarde, se dio la orden a los comandantes, y en la cámara del Castilla, el almirante Montojo pidió a los oficiales una resistencia extrema, y al cabo de la reunión se decidió echar a pique los buques antes de que cayeran en manos del enemigo. Apenas corría la brisa y el calor era sofocante. A las 21:45h. de la noche, la escuadra de Dewey puso rumbo a la entrada de la bahía de Manila, sin que fuera alcanzado por el fuego de las baterías de la Restiga y del Fraile. La línea de torpedos no pudo emplearse por haber sido saboteada por los insurrectos filipinos. Por si fueran pocas las contrariedades para los españoles, no había llegado aún el material prometido por el gobierno para minar la bahía, y aunque Montojo había ordenado preparar algunos torpedos, resultaron inservibles por falta de materiales. Sólo podía esperarse un milagro, pero no sólo se produjo. El 1 de mayo de 1898, a las 04:45h. de la mañana, Juan de la Concha, fue el primero en divisar la escuadra norteamericana. Se repartió café a las tripulaciones y luego el almirante Montojo ordenó toque de atención y arengó a sus hombres: “ ¡¡ Soldados y marineros !! los Estados Unidos de Norteamérica nos obligan a una guerra inicua cuando no debíamos esperarla. Su principal objetivo es arrebatarnos la rica isla que hace 400 años poseemos, con el derecho que nos da el descubrimiento del Nuevo Mundo y su conquista. Pero la ambición del demonio americano no satisfecha con Cuba, viene a atacarnos también a este archipiélago con una escuadra muy superior a la nuestra. El enemigo esta a la vista y confío en que todos mostrareis en el combate que sois dignos compañeros de nuestros antepasados en la historia patria. ¡¡Soldados y Marineros!! ¡¡Viva España!!.
A las 05:00h. de la mañana se da la señal de zafarrancho de combate. Valentín Varela, primer teniente y comandante de la batería de Punta Sangley, abre fuego contra el enemigo. A las 05:15h. el cañoneo se hace muy intenso. En pocos minutos --escribía luego uno de los oficiales del Reina Cristiana-- el fuego del enemigo se hizo rapidísimo, viéndonos rodeados de un sin número de proyectiles. Juan José Toral recuerda aquella mañana vivida en Manila: “Un cañoneo importante, graneado, despertó esta mañana a todos los vecinos ... las gentes van deprisa, los carruajes, al galope, mujeres y chiquillos cargados con maletines abandonaron despavoridos la ciudad...Llegué en pocos minutos al malecón y vi las murallas llenas de gentes que presenciaban el desigual combate de las escuadras... Serían las ocho aproximadamente cuando cesó el fuego... ¡Pobres mártires, víctimas de cincuenta años de desaciertos e inmoralidades! Siete horas después --con un intervalo de tres horas-- terminaba la desigual batalla al enmudecer el último cañón útil del buque Antonio de Ulloa , que se hundió con su bandera, y la última pieza intacta quedaba en Punta Sangley, manejada por el heroico teniente Valentín Varela.” Hacia las 12:30h. el comandante general del Arsenal, Enrique Sostosa izó bandera blanca, dando por finalizada la batalla. La destrucción de la Escuadra española era completa. Aquellos viejos y débiles buques contaron, sin embargo, con tripulaciones que combatieron de forma ejemplar contra un enemigo muy superior, pero sus cañones carecieron del alcance y el calibre para igualar la contienda. La mejor prueba de lo sucedido en Cavite es la lista de bajas. Los norteamericanos padecieron ocho heridos (ninguno de gravedad) y un muerto por congestión cerebral. En cuanto a las bajas españolas, en el parte oficial que Montojo envió al Ministro de Marina se habla de cuatrocientos bajas entre heridos y muerto; esto es un 40% de los combatientes. La realidad no fue muy diferente: 281 heridos y 167 muertos en combate. Entre los fallecidos estuvo el capitán de navío Luis Cardoso, comandante del Reina Cristina y capitán de banderas de la Escuadra, quien murió heroicamente salvando a sus heridos. El cable oficial de Montojo termino así: “Ha sido un desastre que lamento profundamente, que presentí y anuncié siempre, por la falta absoluta de fuerzas y recursos.”El ministro Segismundo Bermejo, le contestó: “ Honor y gloria a los que se han batido heroicamente por la patria” Por último sólo cabría añadir que los artilleros norteamericanos lograron hacer 170 impactos en los buques españoles, mientras que los artilleros de la Escuadra española tan sólo pudieron obtener 15 impactos. (5)
Durante años la batalla naval de Cavite ha suscitado una gran polémica entre los historiadores navales norteamericanos y españoles. Los primeros han mantenido que su escuadra salió indemne por la inexperiencia y la pésima puntería de los artilleros españoles. Los segundos han sostenido que esto se debió a que la escuadra de Dewey se situó fuera del alcance de los cañones la escuadra de Montojo, de ahí que la batalla no fuera más que un agradable e instructivo ejercicio de tiro al blanco. No obstante, lo cierto es que no fue totalmente así, ya que algunos disparos --aunque pocos-- alcanzaron los buques estadounidenses, pero es más que evidente que, con puntería y experiencia o sin ambas, la escuadra de Montojo tenía perdida la batalla de antemano. Pablo de Azcárate, en su obra “La guerra del 98” (Madrid, 1968), ofrece el relato de uno de los ayudantes del Comodoro Dewey, J. L. Stickney, quien abordo del Olympia reconoció: “ Durante más de dos horas, habíamos combatido a un enemigo determinado y valiente, sin haber conseguido disminuir el volumen de su fuego. Si en un momento se llegó a pensar en España que las defensas del Archipiélago estaban aseguradas, la cruda realidad destrozó esta quimera; de ahí que la guerra en Asia tendría que hacerse bajo las mismas condiciones que operaban en las Antillas. Dewey fue glorificado en los EEUU hasta el punto de ser llamado el Nelson del Extremo Oriente.” Su popularidad fue tal que se fabricaron helados, muñecos, bufandas y sombreros Dewey. En realidad, su labor en el combate fue fácil debido a la superioridad de su escuadra en todos los aspectos. Sin embargo, sería injusto no reconocer su notable decisión y muy especialmente su serenidad y entereza al hallarse sólo y aislado, teniendo que mantenerse firme en todo momento ante la presencia de una creciente escuadra alemana que pretendía aprovecharse de la situación para adueñarse de las Filipinas.(6)
Conviene precisar que en el caso de haber intervenido la escuadra alemana en ayuda de la española, Dewey habría logrado la intervención inmediata de una escuadra británica, cuyo comandante le había prometido confidencialmente que le apoyaría. Una vez destruida la escuadra en Cavite, el Archipiélago se convertiría en una plaza sitiada. Luego se produciría el intento patético de enviar una escuadra desde España al mando del Almirante Cámara, pero que se impediría por las dificultades planteadas por el Gobierno británico a su paso por Suez. A partir de entonces, los días de la soberanía española en Filipinas estaban contados. Las noticias de la rotunda victoria de la escuadra del Pacífico comenzaron a llegar confusamente a Washington vía Madrid y Londres, pero el telegrama oficial de Dewey tardaría casi una semana debido a que la línea con Hong-Kong se hallaba cortada. Es rigurosamente cierto, tal y como han señalado Barbara Tuchman, H. H. Kohlsaat y otros historiadores norteamericanos, que cuando el presidente William Mckinley recibió las primeras noticias de la batalla naval tuvo que mirar el globo terráqueo que tenía en su despacho, confesando que no hubiera podido localizar Filipinas sin un margen de error de por lo menos 2.000 millas. El Secretario de Marina, John Long, había convocado a la prensa en el salón de entrada de su departamento para ofrecer personalmente la noticia. Reunido con sus colaboradores en la oficina de Cifrado, todos leían con entusiasmo las líneas del texto del telegrama de Dewey a medida que se iba descifrando. Cuando el texto iba por la mitad, y cuando los detalles de la victoria estaban ya claros, Theodoro Roosevelt, muy nervioso, no pudo contenerse, salió de la habitación y dirigiéndose a los periodistas les dio la noticia de la victoria de Cavite, afirmando además que éste era su último acto como subsecretario de Marina, pues al día siguiente dimitiría de su cargo para tomar el mando del Regimiento de Voluntarios de Caballería de los Rough Riders y marcharse a combatir a Cuba. Los corresponsales, entre vítores y aplausos, abandonaron el salón y salieron corriendo a telefonear a las redacciones de sus periódicos. Así, cuando John Long apareció con el texto completo del telegrama en la mano, comprobó con disgusto que el salón estaba completamente vacío. El desconcierto del pueblo norteamericano por la guerra de Filipinas se borró de inmediato por la euforia del triunfo. Dicho desconcierto resulto lógico, pues se trataba de una batalla contra un país europeo por una isla del caribe (Cuba) y se había librado y ganado en el Sureste Asiático, a unas 3.500 millas del Archipiélago de las Hawai (7).
Al comenzar el siglo XX, circulaba por Nueva York la historia de que hasta el día de la batalla de Cavite, la mayoría de los norteamericanos creían que las Filipinas eran un fruto cítrico, no muy diferente de las mandarinas, eso da a entender la ignorancia del pueblo norteamericano, ignorancia que hoy en día todavía persiste. Este entusiasmo popular se desbordó por la calle y el Congreso, convirtiéndose casi de inmediato en una irresistible oleada de expansionismo. Un chasquido hizo fortuna: Do you smake?, yes Manila. El combate de Manila tuvo lugar el día 1 de mayo y el día 7 se anunciaba al comodoro Dewey el envió de una expedición al mando del almirante Wesley Merit para ocupar las islas Filipinas. Según el conde de Romanones, en su biografía de Sagasta (Madrid 1993), cuando las noticias del desastre de Cavite llegaron a Madrid el mismo 1 de mayo, el presidente del Gobierno, Práxedes Mateo Sagasta, que había pasado la noche en vela, estaba dominado por una agitación nerviosa imposible de vencer. Para buscar alivio, salió de paseo por la tarde y al atravesar Madrid, en la hora de los toros, contempló a la muchedumbre que se dirigía a la calle de Alcalá (entonces carretera de Aragón) en alegre tropel hacia la plaza. José Francos Rodríguez, testigo de la jornada, cuenta en “El año de la derrota” (Madrid, 1930) que la corrida fue pésima y que al salir el público de la plaza empezaron a cundir noticias angustiosas. Un periódico instalado en la calle de Alcalá puso un cartelón llamativo, conteniendo detalles sobre el desastre. Con las primeras luces de la noche, surgieron grupos de manifestantes todos irritados contra el Gobierno. Las circunstancias obligaron a Sagasta a acudir al Congreso. El día 2, a las 10:00h. de la mañana, se celebró una misa solemne en la catedral de Madrid por los héroes de Cavite. El Rvdo. Luis Calpena, Magistral de la Real Capilla de Su Majestad y Capellán Mayor de la basílica de San Francisco el Grande, gran orador de aquella época, dice en la homilía:
“(Los norteamericanos) son bárbaros que no salen esta vez de los abrasadoras arenas del mediodía ni de los hielos del Norte, ni vienen desnudos como los teutones ni envueltos en pieles de pantera como los cimbrios. Como las tribus bárbaras no tienen más ideal que la codicia ni más código que las desenfrenos de la voluntad... Decidlo así, madres, a vuestros hijos cuando os pidan el último beso como bendición para marchar a la guerra; predicadlo así, sacerdotes, al pueblo; arengad así, oficiales, a vuestros soldados: decidles lo que el inmortal Churruca a sus marinos en Trafalgar: “Hijos míos, en nombre de Dios yo os prometo la bienaventuranza a todos los que mueran cumpliendo sus santos deberes...”
Conocida la derrota de Cavite, de la que los periódicos dieron cuenta el día 2 de forma atenuada, se forman manifestaciones espontáneas en diversas localidades españolas. En Madrid se profieren gritos contra Sagasta y Moret a la puerta de sus domicilios y de adhesión al general Valeriano Weyler. El espíritu patriótico se mezcló en las calles con la reacción de los nuevos impuestos del consumo. El gobierno optó por prohibir la exportación de cereales y suspendió las garantías constitucionales. Ante el temor de trastornos de orden público, se transmitió la orden de Estado de guerra. Pese a la gravedad de la situación, la gente volvió por la tarde a la corrida de toros y continuó la fiesta. Como era de esperar, el impacto del desastre naval en Cavite fue enorme. El Gobierno de Sagasta intento cambiar la situación enviando la escuadra de reserva, muy heterogénea e integrada por los únicos barcos de guerra que disponía la Armada; el acorazado Pelayo, lento y de escasa autonomía; el Emperador Carlos V, un crucero protegido con un extraordinario campo de acción; tres destructores idénticos a los de la Escuadra del almirante Cervera; nueve acorazados auxiliares; transatlánticos comprados a Alemania y transportes de carbón, además de un pequeño contingente de tropas. Esta Escuadra auxiliar zarpo el día 16 de junio hacia las Filipinas al mando del almirante Cámara. La ruta que tomo esta escuadra era la más corta, esta es la del Mediterráneo y el Mar Rojo a través del Canal de Suez; pero, aquellos buques, cuyo apoyo a la ya destrozada escuadra española del Pacífico de poco podía servir, no llegaría a su destino. El Gobierno de Londres no negó el paso a la escuadra por el Canal de Suez, pero creo dificultades por las gestiones realizadas por el vicecónsul norteamericano en El Cairo. A los barcos españoles se les negó el permiso para carbonear y se les urgió para que abandonaran la zona del Canal en veinticuatro horas. La escuadra del almirante Cámara navegó unas siete millas por el Mar Rojo, llegándole el 8 de julio la orden de regresar de inmediato a España. Se debió a que el Gobierno se temió el amago norteamericano de enviar una pequeña escuadra al mando del comodoro Watson contra las costas peninsulares españolas. No obstante, como señala el teniente general Manuel Díaz-Alegría, resulta más dudoso que aquella escuadra hubiera podido desempeñar su misión, lo que hubiera supuesto un nuevo desastre (8). Un mes después, el 24 de agosto de 1898, se firmaría la capitulación de Manila, lo que pondría término a más de cuatro siglos de presencia española en el archipiélago filipino. Mientras que para España supondría el cierre de una página de su historia, para los norteamericanos, transformados de libertadores en colonialistas, ocupando Puerto Rico, Cuba y Filipinas, se abriría otra: Les esperarían tres largos años de combates contra sus propios aliados filipinos. El imperialismo norteamericano se extendió durante el siglo XIX tanto en la esfera continental --la conquista del Oeste y de extensos territorios mexicanos-- como marítimo. Su expansión industrial desarrolló una amplia red de comercio, en especial en el Océano Pacífico. Un hito en este crecimiento comercial fue la apertura de los puertos japoneses, conseguida por medios contundentes por el comodoro Perry, en 1853. Tras el paréntesis de la Guerra de Secesión (1861-1865) promovió una política imperialista dirigida tanto hacia el Pacífico como al Caribe. Así, en 1867, compró Alaska a Rusia y se anexiono las islas Midway, mientras sus hombres de negocios establecían plantaciones en Hawai. En 1875, Estados Unidos suscribió un tratado comercial con estas islas y dos años después instaló una base naval en Pearl Harbour con permiso del Rey Kalakva. Por entonces, se hizo patente en Washington la necesidad de modernizar su flota de guerra, que comenzó en 1881 con la puesta en grada de varios cruceros protegidos ligeros, en torno a las siete mil toneladas de desplazamiento, denominados cruceros estratégicos, muy aptos para misiones en teatros alejados de la metrópoli, Con ellos se configuró la denominada Flota de Extremo Oriente. Para hacerse respetar en todos aquellos mares les faltaba una buena base y las islas Hawai eran el lugar idóneo. Al morir en 1891 el Rey Kalakva, le sucedió su hermana Lilivokalani, compositora musical. A los plantadores norteamericanos les parecía excesivo ser gobernados por una indígena y, por otra parte les pareció la ocasión adecuada para hacerse con el archipiélago, por lo que proporcionaron una revuelta en enero de 1893, mientras una flota estadounidense, al mando del contralmirante Scarlett (buques Boston, Mohican y Alliance) desembarcaron a varios cientos de marines para proteger las propiedades americanas en las islas. Los rebeldes formaron un Gobierno Provisional, presidido por el comerciante americano Stanford B. Dole, que proclamó la República y solicitó la protección y anexión a Estados Unidos. El presidente Cleveland retardó el proceso ordenado una investigación, pero poco a poco el Gobierno de Dole, con el apoyo de la Escuadra de Scarlett, se afianzo en el poder. Finalmente en 1894, Cleveland reconoció a las Islas Hawai como República y prometió estudiar la incorporación de las islas a Estados Unidos, que ya en 1899 se había anexionado Samoa Oriental. Por entonces, la Escuadra de Extremo Oriente estaba plenamente familiarizada con aquellos mares, contaba con la base de Pearl Harbour, la amistad oficiosa de Gran Bretaña y los recelos de Japón. La misión oficial de la flota era la vigilancia de los intereses americanos en aquellas aguas y su mayor pretexto la protección de las misiones religiosas norteamericanas en China y Japón. Pero en 1896, el Departamento de Marina había elaborado el Plan de guerra contra España y en el incluía el ataque contra Manila, la destrucción de la flota hispana allí asentada y la conquista de la plaza como base de las operaciones.
Las islas Filipinas, excesivamente alejadas y aisladas de España, no habían sido conquistadas ni colonizadas en su totalidad. El poder de la metrópoli se circunscribía a las ciudades, sus comarcas próximas y algunas islas. Pese a que durante el último siglo la Armada española había desplegado una importante pero desconocida actividad contra los piratas que infectaban aquellas aguas para proteger el comercio, con pocos medios pero mucha voluntad, no se había emprendido una ocupación sistemática. Era patente el gran poder político de la Iglesia y la escasa asimilación entre españoles y tagalos. De ahí que la revuelta fuera sobre todo indígena, animada por el anticlericalismo y la lucha racial. Los tagalos dirigidos por Emilio Aguinaldo y Andrés Bonifacio, que se habían sublevado contra España varias con escasa fuerza; la revuelta más importante ocurrió en agosto de 1896, consiguiendo dominar la provincia de Manila sin conquistar la capital. La llegada de tropas desde España, al mando del general Polavieja y después, el general Primo de Rivera con nuevos refuerzos, y la acción de la Armada dominaron la rebelión a finales de 1897. Aguinaldo y otros jefes rebeldes se retiraron a Hong-Kong. El estallido de la guerra con España, el 25 de abril de 1898, halló a la escuadra norteamericana de Extremo Oriente en Hong-Kong. Su estancia allí no era casual: el comodoro Georges Dewey sabía desde febrero que debía atacar Manila en cuanto se iniciara el conflicto, por lo que carboneó en la colonia británica y allí recibió gran provisión de municiones para el adiestramiento de su flota y para la campaña que se avecinaba. Dewey discípulo de Farragut, contaba con cuatro cruceros, dos cañoneros y tres barcos auxiliares. Su buque insignia era el Olympia, un barco nuevo, de casi seis mil toneladas, veintiún nudos de velocidad, cuatro cañones de 203 mm, 10 de 130 mm, 14 de 7 mm etc.. Su blindaje le incluía con pleno derecho en la clase de protegido. Otro crucero protegido era el Boston, de algo más de tres mil toneladas, armado con dos cañones de 203 mm y 6 de 152 mm y 120 mm. El Baltimore, de cuatro mil setecientas toneladas y el Raleigh, de tres mil ciento ochenta y tres toneladas, eran dos cruceros no protegidos, que contaban con armamento similar al del Boston. Los cañoneros eran el Petrel y el Concord, armados con cuatro y seis cañones de 152 mm, respectivamente. Muchos de los cañones de la escuadra eran de tipo rápido, sobre todo los de calibre mediano. Como buques auxiliares estaban el guardacostas McCullach y los transportes Nasham y Zafiro. Al conocerse la declaración de estado de guerra, las autoridades portuarias británicas avisaron a Dewey que debía abandonar el puerto en 24 h. Pero ya el 23 el Secretario de Marina, John D. Long, había ordenado a Dewey atacar Manila. Este espero hasta el 27, en que llegó el cónsul norteamericano acreditado en Manila, y le informó de las defensas de la ciudad y de la flota española. Ese mismo día, a las 14 horas del mediodía, la escuadra norteamericana del almirante Dewey zarpó hacia las Filipinas. En Manila, la Escuadra española estaba mandada por el almirante Patricio Montojo. Su insignia se izaba en el Crucero Reina Cristina, un buque anticuado de tres mil quinientas veinte toneladas, eslora de 84 metros y velocidad máxima de 15 nudos; estaba armado con seis piezas de 160 mm, 3 de 57 mm y 2 de 42 mm, incluido el armamento menor; no contaba con torres giratorias, ni protección; su capitán era Luis Cardoso. El Isla de Luzón y el Isla de Cuba, gemelos, de unas mil toneladas, de 56 metros de eslora, contaban con cuatro piezas de 120 mm y una protección en la cubierta de 62 mm. Eran buques que, pese a ser considerados cruceros, más bien merecían el calificativo de cañoneros. Sus comandantes respectivos eran Miguel Pérez Moreno y José Sidrach. El Castilla de dos mil toneladas, al mando de Alonso Morgado, era considerado crucero no protegido, eufemismo que encubría un anticuado buque de madera con la superestructura de hierro, armado con cuatro viejos cañones Krupp de 150 mm y otros dos de 120 mm, y además, tenía averiadas las calderas por lo que aguantaría la batalla acoderado, al igual que el Ulloa. El Ulloa, al mando de José de Iturralde y el Don Juan de Austria, mandado por Juan de la Concha, eran también pomposamente clasificados como cruceros, pero en realidad eran guardacostas grandes. Gemelo de los mismos era el Velasco, que estaba varado por reparaciones en Cavite, con su artillería y calderas desmontada, lo mismo ocurría con el cañonero General Lezo. El resto eran barcos menores, inservibles para una batalla: el cañonero Argos y el aviso Marqués de Duero de unas 500 toneladas, eran viejos, con poco o ningún armamento y sin protección; también estaban los buques auxiliares Manila y Mindanao. Alguno de estos buques tenía tubos lanzatorpedos...pero carecían de torpedos.
Haciendo una somera comparación entre ambas escuadras, la norteamericana contaba con casi diecinueve mil toneladas de desplazamiento, mientras la española no llegaba a las nueve mil; Dewey disponía de cuatro cruceros, dos de ellos protegidos, mientras que Montojo no tenía nada comparable y los buques norteamericanos eran más modernos y tenían todos ellos movilidad; los españoles eran más anticuados, más lentos, más vulnerables y en parte, estaban varados. La artillería norteamericana montaba diez cañones de 203 mm, trece de 150 mm, treinta de 120 o 130 mm y treinta de tiro rápido de seis libras; la artillería española tenía seis piezas de 160 mm, cuatro de 150 mm y dieciséis de 120 o 130 mm. La desproporción era astronómica; Dewey contaba con el doble de piezas de fuego que Montojo, el peso de su andanada era el triple y, además, sus piezas eran más modernas, de mayor alcance y muchas de ellas instaladas en torres giratorias. Consciente de su debilidad, Montojo planteó desembarcar marinería y cañones y defender la ciudad de los norteamericanos, pero el capitán general de Manila, se negó a ello. El almirante decidió entonces plantar cara a la escuadra norteamericana en Subic, pero tal y como he descrito en las anteriores líneas, hubo que desistir y se retiro a Cavite, dentro de la bahía de Manila. La amplia bahía de Manila tenía su entrada protegida por baterías, pequeñas e ineficaces; en teoría estaba minada --pero las minas estaban fondeadas a excesiva profundidad -- y barrada con torpedos, que nadie sabía si estaban instalados o no. La escuadra de Dewey penetro por la boca grande --el paso situado al sur de la isla de Corregidor-- en plena noche del 30 de abril al 1 de mayo, sin luces, a una velocidad de seis nudos y en línea. Abría la marcha el Olympia, seguido del Baltimore, el Petrel, el Raleigh y el Concord. Esto fue descubierto por la batería de la isla de Corregidor, que abrió fuego con sus cuatro piezas de campaña, cuyos disparos fueron cortos. No obstante, los invasores contestaron, silenciando esos cañones. Seguidamente penetraron el Boston y los buques auxiliares McCullach, Nasham y Zafiro. En el interior de la bahía, estos tres últimos barcos se apartaron, y a las 05:15h. de la mañana la línea de Dewey estaba ante Cavite, cuya batería disparó los primeros cañonazos. El Olympia había sido tocado por dos torpedos --al parecer, los únicos colocados-- que no le hicieron ningún daño. La flota de Montojo estaba dispuesta, en la ensenada de Cañacao, de oeste a este: El Juan de Austria y el Ulloa, éste con sólo sus cañones de estribor, costado que minaba al enemigo, cerca de Punta Sangley; seguidos del Castilla, fondeado y toscamente protegido su casco de madera por sacos terreros y barcazas cargadas de arena. Seguido del Reina Cristina, con el costado de babor hacia Manila; a su amura de babor, el Isla de Luzón y a su aleta el Isla de Cuba. En la aleta de éste, el Marqués del Duero. Era una triste línea de barcos fondeados, conscientes de su debilidad, demasiado apiñados, pero quizá esperando que su fuego resultara más concentrado. El resto de buques, el Argos, el Manila y el Mindanao, sin valor militar, estaban detrás, en la bahía de Bacoor, al amparo de la batería Malate; el Velasco y el Lezo, inútiles, fondeados junto a Cavite, también en aguas de Bacoor. Aquella mañana, las tripulaciones desayunaron a las 04:00h. y a las 05:00h. la batería de Punta Sangley disparó sus piezas. Empezaba el combate. Dewey ordenó proa al sur y, observando que el fuego español era corto, mando disparar a las 05:40h. sus cañones de proa, a unos 4.000 metros y, después viró al este siguiendo la línea española desde unos 900 metros. Al llegar a la altura de Punta Sangley, ordenó virar y repasar ante la línea de Montojo, disparando desde unos 2.000 metros. Repitió esta maniobra otras cuatro veces, manteniendo una distancia, según los autores norteamericanos de 1650 a 650 metros, mientras que Orellana afirma que la distancia media era de 2.000 metros, fuera del alcance de los cañones españoles. De los barcos de Montojo y de las baterías se hacía un fuego tan nutrido como inútil, pues los tiros se quedaban cortos la mayoría de las veces. La artillería norteamericana iba destruyendo los barcos españoles, mientras éstos, pese a las bajas y los incendios, seguían disparando furiosamente. Cuando Dewey iba a intentar la quinta pasada, Montojo soltó los cables del Reina Cristina y decidió embestir la línea norteamericana, o al menos, acercarse más para dañarla con su fuego, ordenado a los buques de su escuadra que le siguieran. Al punto, la escuadra norteamericana concentró sus disparos sobre el Reina Cristina, destrozando sus cubiertas, el puente y la popa, que fue perforada en toda la manga por un proyectil de 203 mm, destruyendo la caldera de popa y provocando un violento incendio cerca de la santabárbara, por lo que hubo de inundarla. Sólo dos artilleros quedaron en pie y aún intentaban disparar. De sus cuatrocientos marineros, la mitad estaban muertos o heridos. Montojo, herido en una pierna por un cascote de metralla quiso embarrancar el buque en la costa, pero después ordenó a la tripulación abandonarlo, pues el crucero se hundía entre explosiones. Seguidamente, él y su Estado Mayor se trasladaron al buque Isla de Cuba, desde donde siguió dirigiendo la batalla. A bordo del Reina Cristina su comandante, Luis Cardoso, dirigía el salvamento de los últimos heridos, cuando una granada le destrozó junto con el primer condestable, el primer contramaestre y varios marineros.
Una explosión abrió las entrañas del buque, que bajo el cercano fondo de la rada con la obra muerta ardiendo sobre el agua. En la calurosa mañana, el humo impedía a los norteamericanos ver con claridad lo dañada que estaba la flota española. El Castilla, rotas sus amarras, a la deriva, presentando su costado desprotegido y se incendió. No obstante, siguió luchando hasta que, en llamas y con sólo un cañón útil, su capitán Alonso Morgado, herido, ordenó la evacuación y el abandono. El Don Juan de Austria, que había intentado auxiliar al Castilla, fue averiado gravemente y no pudo completar su esfuerzo. El inmovilizado Ulloa fue alcanzado en la línea de flotación, con su capitán Iturralde, muerto, su oficial contador herido y la mitad de su tripulación caída. El Luzón tenía inutilizados dos de sus cañones y tanto su tripulación como la del Cuba, que al ser buques pequeños atraían menos el fuego enemigo, echaron al mar sus botes y arrastraron en plena batalla el salvamento de sus compañeros de los buques mayores. El Marqués del Duero repetidamente tocado, sólo mantenía en servicio uno de sus tres cañones y una de sus máquinas, con lo que quedaba virtualmente destruido. Dewey ignoraba todo el daño realizado a los españoles y como, además, tenía algunos problemas (el Boston trataba de sofocar un pequeño incendio y en Baltimore una granada española había perforado el puente y herido a varios marineros) ordenó a las 07:35h. la retirada hasta el otro lado de la bahía, tras unos buques mercantes. Los barcos españoles supervivientes del primer cañoneo, aunque algunos gravemente averiados, recibieron la orden de replegarse hacia la bahía de Bacoor. Allí acudieron el Isla de Cuba, el Isla de Luzón , el Marqués del Duero y el Don Juan de Austria, el almirante Montojo, herido abandonó el Cuba y ordenó a los capitanes de los buques en vista de la inutilidad de la resistencia, que si el ataque yanqui se repetía abrieran los grifos, y hundieran sus naves.
Dewey dio de comer a sus tripulaciones, puso en orden sus navíos y ordenó volver al combate. A las once horas rompió el fuego, con el Baltimore en cabeza. La batería de Punta Sangley y el Ulloa, que estaba detrás, fueron bombardeados. El buque ya muy dañado, se hundió mientras el Raleigh, el Petrel y el Concord penetraban en la bahía de Cañacao y desde allí hacían fuego sobre el Mindanao que resultó rápidamente incendiado y fue abandonado por la tripulación. Seguidamente, el Petrel y el Raleigh quisieron entrar en la rada de Bacoor, pero el segundo no pudo hacerlo por su excesivo calado. El Petrel disparó contra el edificio del Gobernador de Cavite, con lo cual el Arsenal hizo bandera blanca. Mientras, los cañones norteamericanos destrozaban en veinte minutos los barcos españoles en Bacoor, dichos buques cumplieron las ordenes de su almirante de autoinmolarse. El Manila fue capturado virtualmente intacto. A las 12:30h. la batalla había terminado. Dewey fondeó ante Manila y amenazó al capitán general de bombardear la ciudad si las baterías hacían fuego. El comodoro carecía de tropas para desembarcar, pero para las autoridades militares españolas, aún pudiendo resistir con las tropas de infantería que mantenía en la capital y en sus alrededores, juntamente con las piezas de artillería de costa de la ciudad, decidieron de una manera vil y cobarde, rendirse sin combatir. El estado de la flota norteamericana era inmejorable: sólo el Baltimore tenía ocho heridos leves, y uno de sus cañones había sido temporalmente inhabilitado; el Boston también había sido tocado, pero había controlado los daños y sólo padecía un herido; en el Olympia curaban dos heridas causadas por el retroceso de una pieza. Por el contrario las bajas españolas fueron de 381 hombres entre muertos y heridos, y los supervivientes aún hubieron de rechazar los ataques de los insurrectos filipinos cuando los valerosos marinos de la Armada española, desembarcaron heridos y exhaustos en Cavite. Tras su cómoda victoria, el comodoro Dewey se convirtió en un héroe nacional. Mientras, el derrotado Montojo fue sometido a Consejo de Guerra y apartado del servicio. Manila se rindió a primeros de agosto.
NOTAS:
(1) Millis, Walterm The Martial Spirit: A Study of Our War with Spain,
Boston, Houghton Mifflin Co., 1931, págs.11 y ss.
(2) Fuerzas Armadas Españolas, Madrid, Editorial Alhambra, 1987, 3ª ed,
tomo III, pág. 222.
(3) Testimonio del capitán de navío Víctor Concas , defensor jurídico del almirante Montojo en el juicio al que fue sometido en septiembre de 1899 por presunta responsabilidad en el desastre de Cavite. Figuero, Javier y Santa Cecilia, Carlos G., La España del desastre, Barcelona, Plaza Janés, 1977, pág. 170.
(4) Revista General de Marina, agosto de 1882.
(5) Potter, E.B. y Nimitz, Chester W (editores), Sea Power a Naval History, New Jersey, 1963, pág. 360.
(6) Conviene precisar que el caso de haber intervenido la escuadra alemana, en favor de España.... como era de esperar, Dewey habría logrado la intervención inmediata de una escuadra británica, cuyo comandante le había prometido confidencialmente que le apoyaría
(7) Al comenzar el siglo XX, circulaba por Nueva York la historia de que hasta el día de la batalla de Cavite, la mayoría de los norteamericanos creía que las Filipinas eran un fruto cítrico muy parecido a las mandarinas. Kohlsaat, H.H., from McKinley to Harding: Personal Recolections of Our Presidents, Nueva York, 1923, Cita de Allendesalazar, José Manuel, Op.cit., pág. 140.
(8) Díez-Alegría, Manuel, “La espléndida guerrita de los americanos”, Revista Internacional de Historia Militar, nº 54, Comisión Internacional de Historia Militar, Madrid, 1984, pág. 26.
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