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Todos hemos oído hablar de Emérita Augusta, capital de la Lusitania y una de las ciudades más importantes durante la dominación romana de la Península. Pero el auge de la ciudad no se limita sólo a este periodo, con las invasiones bárbaras, la Mérida aletargada a causa del ocaso del Imperio, volvió a resurgir. Démonos un paseo por la Mérida visigoda.
Los primeros en llegar a Mérida, fueron los alanos en el 420, con Walia a la cabeza. Los siguientes serían los suevos y en el 469 Eurico ocuparía la ciudad, para los godos. Recordemos que Mérida era un enclave estratégico muy importante, ya que desde la ciudad se tenía acceso a la Bética, con lo que las luchas continuaron hasta mediados del siglo VI. Además Mérida poseía un importante puerto fluvial, con acceso al mar, gracias a que el rio Anas (Guadiana) era navegable hasta la ciudad; lo que favoreció la llegada de influencias orientales.
Una vez se llegó a una estabilidad militar, el papel religioso pasó a tomar un primer plano, relegando al poder civil a un papel secundario, toda la vida se ceñía a la influencia de la mártir santa Eulalia, patente en todas las manifestaciones emeritenses, la basílica en donde estaban enterrados sus restos se convirtió en un importante centro de peregrinación, desbancado posteriormente por la Peregrinación a Santiago; su influencia llegó a lugares tan lejanos como Barcelona, donde esta santa es la titular de la catedral.
Lo normal era que la Iglesia subsistiera con las ofrendas, donaciones y legados testamentarios; y de lo que aportaba cada obispo cuando alcanzaba este cargo. Los pontificados más destacados son los de Paulo (530-560), su sobrino Fidel (560-571) y Masona (571-605). Aunque ya en el siglo V la ciudad era próspera; por ejemplo, el obispo Zenón contribuyó a la restauración del puente y las murallas, tal y como aparece documentado en el Códice Toledano número 10.029 en la Biblioteca Nacional, copia de la auténtica inscripción que se encontraba sobre la puerta de la muralla que daba al puente que cruzaba el Guadiana.
Ahora centrémonos en los tres personajes citados anteriormente: Paulo, era médico antes que eclesiástico, pero no ejercía su profesión hasta que un día tuvo que atender un parto de una rica matrona de la clase senatorial. El bebé falleció, pero logró salvar a la madre, en agradecimiento, la pareja le cedió la mitad de sus bienes y si morían sin descendencia, la otra mitad, como así sucedió. Paulo fue el mentor de su sobrino Fidel, al cual estaba iniciando en la vida eclesiástica, para que le sucediera, aunque lo normal era la sucesión canónica, pero el pueblo dependía cada vez más de la Iglesia, por lo que a la hora de elegir a un obispo, primaba más su riqueza que su vida canónica. Así que cuando Paulo nombró obispo a Fidel, el clero lo aceptó, aunque hubo voces que no estuvieron de acuerdo con ello. Fidel actuaba como usufructuario, mientras la Iglesia le aceptase, de no haber sido así, todo el patrimonio heredado pasaría a su persona. Su sucesor, Masona, también realizó importantes cesiones patrimoniales, a él le debemos la mayoría de las conversiones al cristianismo de los visigodos arrianos.
La actividad constructora de los obispos fue muy importante, sobre todo a partir del siglo VI. En tiempos del obispo Fidel se derrumbó el Atrium o la catedral dedicada a Santa Ierusalén, que mandó construir Paulo, no pasó mucho tiempo sin que se comenzara la reedificación de la misma, introduciéndose numerosas mejoras. También gracias a Fidel, se realizaron mejoras en la Basílica de Santa Eulalia, que ya tenía un siglo de antigüedad, le añadió la cabecera con dos torres defensivas, ya que el templo se asentaba en uno de los suburbios de Mérida. Con Masona se fundaron muchos monasterios, enriqueciéndolos con grandes extensiones de terreno, también se edificaron basílicas y el Xenodoquium, un hospital donde se atendía a peregrinos y enfermos sin importar su condición social. Estaba planteado como un edificio de dos plantas, al que se accedía por la zona central, donde se ubicaba una pequeña basílica. En el siglo IX los musulmanes lo desmantelaron y usaron algunas de sus pilastras en la construcción de la Alcazaba.
Dentro de la urbe emeritense, se han localizado restos visigodos en la basílica de Santa Eulalia, hoy día una construcción en su mayoría gótica; la planta del hospital para peregrinos, el Xenodoquium y en el barrio de la Morería, cerca del río, donde se han hallado algunas casas. Citadas en los textos se documentan otras iglesias, de las que nada se sabía: San Fausto y Santa Lucrecia, San Cipriano, San Lorenzo, Santa Quintiliana (o Quintisina), Santiago en la actual Plaza de la Constitución, y el convento de San Andrés o de Santo Domingo, situado en la plaza de Santo Domingo, éste último se ha localizado arqueológicamente. También se tiene constancia de un templo dedicado a Santa María, en el lugar donde se asienta la Alcazaba, en la imposta del arco de acceso a la fortaleza, hoy día cegado, que da al puente hay un epígrafe que conmemora su dedicación.
De la primitiva catedral dedicada a Santa Ierusalén, ubicada en la actual Plaza de España, en el solar que ocupa la concatedral emeritense, nada queda en planta, aunque si que se han conservado algunas piezas que se exponen en el Museo Visigodo, que alberga una importante colección de todo su pasado visigodo.
El esplendor emeritense llegaría a su fin a lo largo del siglo VII, con motivo de una mala gestión administrativa, que hizo que el patrimonio eclesiástico se fuera perdiendo. A pesar de las limitaciones impuestas para las donaciones, en el Concilio de Mérida de 666, la situación no logró mejorar, y Mérida perdió toda la grandeza de la que había gozado en los siglos anteriores.