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En la junta responsable del primer ferrocarril español, la vía férrea cubana entre La Habana y Bejucal, había un industrial catalán, oriundo de Mataró, un indiano, un emigrante que se fue a las Américas a hacer fortuna. Este señor se llamaba Miguel Biada y el invento le gustó tanto, que quiso promover uno parecido en su pueblo. Así que, de vuelta de Cuba en 1838, Biada comenzó a impulsar la construcción de un tren de mercancías y pasajeros entre Barcelona y Mataró. El tramo constaría de 30 km de distancia.
En Mataró se había instalado una fábrica de tejidos que funcionaba con motor de vapor, con lo que la vieja tradición artesana de la ciudad se aceleró, y acabó convirtiendo a Mataró en un núcleo industrial de primer orden en la zona, que necesitaba nuevas infraestructuras para exportar sus productos y crecer como centro urbano. La línea férrea llevaría con rapidez sus tejidos hasta el puerto de Barcelona, y desde allí al resto del mundo.
Biada, empeñado como estaba en poner su ciudad natal en el mapa, realizó los contactos pertinentes y adecuados para echarle una mano en la puesta en marcha de su ambicioso proyecto. De este modo se asoció con el industrial del sector químico Ramón Maresch, que formaba parte, como el propio Biada, de la Junta de Comercio de Barcelona. Maresch contactó a su vez con otras personas a quienes podría interesar a priori el proyecto de Biada. En concreto con su pariente José María Roca y con el constructor Rafael Sabadell, quien tomaría el rol de socio capitalista. Roca se encargaría posteriormente de contratar ingenieros interesados y especializados en el sector ferroviario.
Pero los promotores del primer ferrocarril tuvieron que lidiar con la coyuntura política, pues el general Espartero, regente durante la última fase de minoría de edad de Isabel II, ejercía un gobierno autoritario que provocó gran inestabilidad política, social y económica. Barcelona se sublevó en diciembre de 1842, una insurrección que el propio Príncipe de Vergara ordenó sofocar a cañonazos. Pero el gobierno de Baldomero Espartero no iba a ser eterno (aunque así lo pareciese), y en 1843 fue sustituido, calmándose un poco las cosas, lo suficiente para que Biada y sus socios pudieran reactivar su plan. Roca presentó al nuevo gobierno la solicitud de concesión de una línea ferroviaria entre Barcelona y Mataró. El Gobierno provisional aprobó una autorización temporal. Biada y sus compañeros apoyaron su proyecto con enérgicas argumentaciones que consideraban definitivas: el viaje en ferrocarril era rápido y barato, y esta primera línea Barcelona-Mataró podría alargarse fácilmente hasta Gerona y Figueras. En la mente de todos estos emprendedores y pioneros del ferrocarril estaba el enlace con Europa a través de Francia. Además el tren debía favorecer el transporte de un mayor número de personas y de mercancías como algodón, carbón, productos industriales y agrícolas.
Como el tramo Barcelona-Mataró estaba en la costa, no tenía demasiados problemas relacionados con la orografía del terreno que atravesaba, lo que abarataba su coste hasta niveles insospechados. Además, los ilusionados promotores auguraban beneficios anuales del 8,6%. Así, el presupuesto total del proyecto rondaba los 20 millones de reales, cuya financiación sería acometida con la venta de 10000 acciones de 2000 reales por acción. Biada y sus compañeros editaron en 1844 toda una declaración de intenciones bajo el sugerente y largo título de “Divulgación del proyecto. Sucinta advertencia sobre el proyecto del ando de hierro que se intenta construir desde Barcelona hasta Mataró”. En una semana escasa, comenzaron a fluir los primeros dineros para el proyecto: 95 inversores suscribieron 1160 acciones. Había ya quórum para crear una Junta de Accionistas, cuya primera reunión tuvo lugar el 31 de julio de 1844. Ramón Maresch fue nombrado presidente de la junta directiva, de la que también formaban parte, entre otros, Biada, Sabadell y Roca. El ingeniero inglés Joseph Locke, uno de los pioneros del desarrollo del ferrocarril junto a Robert Stephenson e Isembard Kingdom Brunel, lideraría el equipo técnico.
En 1845 se creó la Compañía del Camino de Hierro de Barcelona a Mataró y Viceversa, mientras la junta de accionistas compraba los terrenos por donde debía discurrir la nueva línea férrea. Hasta el 3 de marzo de 1846 el Gobierno no aprobó definitivamente el proyecto, ya que el recién creado Cuerpo de Ingenieros del Estado modificó el trazado entre Masnou y Montgat. Pero hubo más problemas, y es que se trataba de un proyecto de gran envergadura y muy novedoso. En verano de 1846 hubo que hacer efectivas las acciones adquiridas anteriormente, y tan sólo cumplieron con su obligación 20 accionistas. Muchos de los que se habían comprometido en principio con el proyecto se echaron atrás, ya que la presión social y política había hecho caer sobre los promotores la impresión muy generalizada de que eran un hatajo de chalados. Algo muy habitual cuando se trata de sacar adelante proyectos novedosos. Y la línea férrea Barcelona-Mataró lo era. El proyecto estaba en peligro, pues hasta los accionistas británicos, que conocían perfectamente el funcionamiento y las bondades del ferrocarril en su propio país, amenazaron con abandonar. Pero el principal impulsor del proyecto, Miguel Biada, no quiso tirar la toalla y dejar a su pueblo sin tren. Convenció a otros inversores, e invirtiendo su propia fortuna, entre todos compraron las 2568 acciones impagadas. La acción casi a la desesperada de Biada y sus compañeros salvó el primer ferrocarril peninsular, pues se consiguió adquirir los primeros materiales para dar comienzo a los trabajos de construcción del tendido ferroviario. Joseph Locke había diseñado el trazado y otro Joseph, de apellido Robson, fue el encargado de obras. Las obras de allanamiento del terreno comenzaron en febrero de 1847, y en marzo, junto con Robson, llegaron los primeros suministros materiales a Barcelona. Se construyó también el primer túnel ferroviario peninsular en Montgat.
Una vez iniciado el proyecto se avistaron otra vez negros nubarrones en lontananza. ¡Aquello era un no acabar! En primer lugar, el clima político en España era de gran inestabilidad, con una nueva guerra carlista en danza, cuyo principal teatro de operaciones tuvo lugar en Cataluña entre septiembre de 1846 y mayo de 1849. La desconfianza derivada de todo ello se cernió sobre la junta directiva, que dimitió sintiéndose desautorizada, eligiéndose nuevos miembros. Miguel Biada se mantuvo como secretario, pues seguía erre que erre, aferrado como estaba a su idea original de ponerle tren a su pueblo. Pero el panorama internacional tampoco andaba muy fino. En noviembre de 1847 la Bolsa de Londres se vino abajo, y el miedo cundió entre los inversores británicos del proyecto de Biada, que se apresuraron a vender sus acciones. Sólo salvó el primer ferrocarril español en la Península la confianza de la constructora Mackenzie & Brassey en que los accionistas españoles pagasen puntualmente. En la misma Gran Bretaña se adquirió el material móvil: 4 locomotoras (facilitadas por la compañía Jones & Potts), 62 carruajes, 30 vagones y dos transportes especiales, comprados a la empresa Wright.
Por fin, y como siempre suele ocurrir en este país (no siempre, seamos sinceros), con varios meses de retraso sobre los plazos inicialmente previstos, el 4 de octubre de 1848 se hicieron las primeras pruebas. Por desgracia, Biada no las pudo ver con sus propios ojos, pues había fallecido en abril, después de dedicar gran parte de su vida a dar forma a este enorme y complejo proyecto. El 8 de octubre se hizo la demostración oficial en un convoy compuesto por 11 coches con 400 afortunados a bordo. Y el 28 de octubre de ese mismo año, la inauguración oficial, que recorrió el trayecto completo entre Barcelona y Mataró con paradas intermedias en Badalona, Montgat, Ocata, Premía de Mar y Vilasar de Mar. El viaje de regreso, exento de tanto ceremonial, se efectuó en 35 minutos. El éxito de esta primera experiencia peninsular contribuyó al crecimiento y a la prosperidad de la comarca del Maresme, pero también abrió las puertas a otros proyectos ferroviarios. El camino quedaba así expedito a nuevas iniciativas que terminaron por vertebrar a lo largo de las siguientes décadas un país con difíciles comunicaciones a causa de su compleja orografía.