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A comienzos del siglo VIII, el Estado visigodo hispano se hallaba en un momento de crisis aguda y galopante dentro de una larga dolencia degenerativa que se había acentuado desde mediados del siglo VII. Aunque no sabemos hacia donde habría derivado el viejo reino toledano de no haber sido por el tremendo impacto de la acometida islámica, que le dejará en muy breve lapso de tiempo totalmentelos KO, después de varios decenios de enfermedad autoinmune.
Pero la reconstrucción de la situación del reino visigodo en los albores del siglo VIII es problemática, pues resulta mediatizada por el carácter catastrofista que las fuentes inmediatamente post-visigodas impusieron y dispusieron para los años finales del reino (pérdida de Spania y todas esas cosas), predisponiendo a la posteridad en ese sentido. A esta deplorable imagen contribuyó de manera fidedigna la elaboración de textos legislativos algo más tardíos que suelen presentar una imagen de conflicto muy próximo a la guerra civil generalizada. Y no sólo los textos de carácter legislativo, sino también los religiosos se hartan de citas de orden escatológico, milenarista, destructivo, apocalíptico…De funesta ansiedad, en suma, provocada por una achacosa sensación de fin del mundo. Estas negras sensaciones se presentaron ufanas en textos de eruditos del calibre del obispo de Toledo, Julián, pero también en los de Braulio y Tajón de Zaragoza, o en Fructuoso de Braga, quienes trasladan a la historiografía posterior la impresión o la percepción de que los hechos acaecidos en el año 711 eran casi inevitables.
Verificamos pues que la desaparición del reino visigodo aparece envuelta en la historiografía circunsecular en un halo de fatalismo, terrible y apocalíptico, basado en traiciones y subsiguientes venganzas, que recalaron en el concepto antes señalado de la “pérdida de Spania”. Considerando esas fuentes, los historiadores han reflexionado sobre el peso relativo de las causas exteriores e interiores que aceleraron el final de la monarquía visigoda. Y casi siempre se han decantado por darle un mayor porcentaje de culpa a las causas internas, poniendo casi siempre en segundo plano la importancia de la acometida islámica (algo que irritaba sobremanera a los cronistas árabes), que realmente fue la que dio la puntilla final al obsoleto reino. En esa crisis interna además, se le dan muchos puntos a la incapacidad administrativa de la monarquía toledana, y sobre todo a la debilidad de su estructura política.
Según Pablo Díaz Martínez, esa debilidad es más bien el resultado de una determinada y sesgada interpretación de las fuentes que de una realidad plausible, puesto que se asocia al fortalecimiento de las oligarquías territoriales, la formación de clientelas y en general a los fenómenos que llevan a una sociedad a establecerse como prefeudal. Este modelo de sociedad ha sido establecido por numerosos autores como sinónimo de debilidad estatal y del poder central, que favorece el fortalecimiento de múltiples miniestados, encabezado cada uno de ellos por un noble hispanorromano o hispanovisigodo. A esta visión ayuda la lectura de las leyes militares de Wamba y Ervigio (referidas a la abulia que se ha apoderado de los opulentos magnates del reino a la hora de acudir a la llamada del rey para su defensa), las actas de los últimos concilios visigodos o las agoreras noticias de la Crónica Mozárabe del 754. Esta ingente documentación parece sumirnos en un mundo de caos, a la par que nos presenta un reino acosado exteriormente, pero por el eterno enemigo franco del norte, no por los del sur, que en esos momentos no contaban para los reyes visigodos. Para Díaz Martínez, esa visión no tiene por qué ser necesariamente cierta, aunque es la más extendida entre una amplia mayoría de historiadores. Durante los reinados de Chindasvinto y Recesvinto, a mediados del siglo VII, se realizaron una serie de reformas encaminadas a adecuar la realidad social y política de la monarquía con la realidad social, dominada por los latifundios territoriales regentados por las oligarquías nobiliarias y eclesiásticas, tanto hispanorromanas como hispanovisigodas. Ojo, no olvidemos esta dualidad, pues tanto unos como otros poseían poder e influencia, aunque más los godos, en su calidad de vencedores, que la aristocracia nativa. De esta manera, los magnates tienen un poder personalizado dentro de sus posesiones territoriales y sobre sus clientelas y siervos, sí, pero tal que ese prestigio y ese poder quedaba vinculado a las instituciones del reino. Esto sería así en un momento como el de estos dos monarcas citados, cuando la institución de la monarquía está enormemente fortalecida, a consecuencia sobre todo de la enérgica actuación de Chindasvinto, que se llevó por delante, literalmente, las cabezas de numerosos nobles levantiscos, que, acogotados por la violenta actuación del viejo militar, decidieron plegar velas y esperar mejores momentos para sus más inconfesables y profundas reivindicaciones políticas. Recesvinto recogió la herencia de su padre y no tuvo mayores problemas, aunque la nobleza comenzó ya durante su reinado con el “runrún”, o como se dice ahora, con el “ruido de sables”, algo hastiada de la “pacificación obligada” a golpe de mandoble en tiempos de Chindasvinto. Aunque en muchas ocasiones se ha puesto de vuelta y media a este rey (una especie de ogro sediento de sangre), en reconocimiento a la verdad, también obtuvo éxitos como monarca utilizando la mano derecha, estableciendo pactos con los más tiernos y suaves de entre sus rivales. Porque a los más relevantes y levantiscos se los había quitado de en medio a la “orden de ya” y por el artículo 33. Tampoco era plan deshacerse por completo de la clase dirigente del reino, puesto que necesitaba echar mano de ella en más ocasiones de las que hubiese deseado.
El rey Witiza murió muy joven, en 709 ó 710, cuando tenía menos de 30 años, algo bastante habitual en la época, ya fuese por razones naturales o por motivos más violentos. El monarca fallecido dejó hijos que todavía eran niños, según Ibn al-Qutiyya: Alamundo, Rómulo y Artobás[1]. Aunque el mismo autor se contradice y dice que los hijos de Witiza eran lo suficientemente mozos como para manejar un caballo. ¿En qué quedamos? Quizás no fuesen tan pequeños como afirmaba en principio el cronista árabe, ya que la Crónica Albendense de final del siglo IX cita la participación de los hijos de Witiza en la guerra civil desatada durante los primeros meses del año 710, cuando Rodrigo se hizo con el poder. Hay muchas fuentes que hablan de enfrentamientos entre facciones visigodas que tuvieron lugar entre el fallecimiento de Witiza y la coronación de Rodrigo, combates en los que intervinieron los hijos de Witiza. O quizás no los hijos, sino los hermanos, que sí que aparecen como hombres hechos y derechos en las fuentes consultadas.
Pero además de los problemillas entre Rodrigo (o Roderico) y la familia witizana (hijos, hermanos,…), en las altas esferas del sistema político visigodo se venían produciendo desde tiempo inmemorial largos y tediosos debates para tratar de conciliar un poder real centralizado con los intereses de las oligarquías hispanovisigodas, pero también con las hispanorromanas, que debían de ser también un considerable factor de poder a tener en cuenta. En el estado visigodo la mayoría de los grupos sociales estaban marginados de una tarta que se repartía entre el rey, perteneciente siempre a una de las facciones de poder, el grupo de presión que apoyaba al rey, y la nobleza rival, que intentaba no quedar demasiado descolgada de esa distribución. La facción o bando se componía de elementos eclesiásticos, militares, terratenientes o una mezcla de todos. Las facciones rivales tenían una composición similar a la que ocupaba el poder, con la diferencia de que ahora estaban en la oposición y debían esperar su oportunidad, más tardía cuanto más enérgica fuese la persona que encarnaba en ese momento la institución monárquica. Pero los demás, es decir, la inmensa mayoría de la población del reino, la mayoría silenciosa, ni pinchaba ni cortaba en el reparto de poder, con lo que les daba exactamente igual quien estuviese a la cabeza del estado. Tal era la desafección por la cabeza visible del reino, que no tenían mayor inconveniente en aceptar un poder extraño y foráneo. Y efectivamente, eso fue lo que ocurrió cuando los musulmanes invadieron la península ibérica cuando a una de las facciones que disputaban el poder se les ocurrió llamarles. ¡En qué hora!
El país estaba muy ruralizado, y cada aldea o población, separada de las demás por una geografía agreste en muchas ocasiones (y por el deficiente estado de los caminos y vías que funcionaron cuando un poder fuerte y centralizado funcionó, como el Imperio Romano), era una suerte de microestado encerrado en cierto modo en sí mismo. La falta de cohesión y la desmoralización de una población que no tenía ningún plan de futuro más que subsistir cultivando su terruño o el de otro, y que bastante tenía con comer todos los días, es un poderoso factor a la hora de explicar el grado de descomposición que aquejaba al Estado visigodo a comienzos del siglo VIII.
Dentro de este panorama desolador, también se han barajado motivos de orden económico: devaluación de la moneda (bajada del peso y de la ley), disminución paulatina del comercio exterior, y sobre todo con el norte de África, a consecuencia de la expansión islámica.
[1]En cambio, IbnAl Qutiyya no menciona en sus crónicas a Akhila II como hijo de Witiza, sucesor de Roderico en los territorios visigodos de la Septimania. Esta omisión parece un error del cronista musulmán.