background-theme

Azaña, un intelectual en la presidencia de Gobierno de la II República

Azaña un intelectual en la presidencia de Gobierno de la II República 10/1/1880–3/11/1940 presidente del Gobierno (1931-33 1936) y presidente de la II República 1936-39

manuel azaña.jpg

Azaña, un intelectual en la presidencia de Gobierno de la II República.

Don Manuel Azaña Díaz fue ministro de la Guerra desde el mismo día de la proclamación de la II República española y fue presidente del Gobierno después de que don Niceto Alcalá Zamora renunciase al cargo, seis meses después de aquella histórica tarde de abril de 1931 en la que inició sus planes de reforma militar, algo que se antojaba necesario y que ningún gobierno monárquico había querido o podido acometer. Durante este tiempo decidió Azaña de una vez por todas su verdadera vocación, ya fuese literaria o política, pues se inclinó por las dos opciones, es decir, hacer literatura a la vez que política, alcanzando su meta de ser por fin escritor pero sin renunciar a su vocación política. O viceversa, quién sabe.

¿Cómo lo consiguió? Trasladó a sus cuadernos, en forma de concienzudos y minuciosos diarios, las reflexiones y sentimientos que originaba su frenética actividad política. Pero también divulgó su pensamiento a los diputados del Congreso y al público en general en mitines, y con él, los propósitos que guiaban su acción gubernamental.

Azaña comenzó a elaborar su diario poco después de las elecciones a Cortes Constituyentes, cuando la República parecía consolidada, en julio de 1931, y finalizó una primera tanda de escritos días antes de su caída al frente del segundo gobierno constitucional progresista, el 26 de agosto de 1933. Gracias a sus diarios conocemos cómo se desarrollaron los consejos de ministros, los debates políticos, el estilo de vida de aquellos políticos, sus gustos, sus aficiones, su amor por la tertulia…Una vez más volvió a retomar su faceta más personal, los diarios, tres días después de las elecciones que le llevaron de nuevo a la presidencia del gobierno, el 19 de febrero de 1936. Reanudó sus escritos el 20 de mayo de 1937, ya en el cargo de presidente de la República, cuando resolvió en plena guerra civil la crisis del gobierno de don Francisco Largo Caballero, nombrando al doctor don Juan Negrín López presidente del Gobierno de la República. Volvió a su querido diario el 22 de abril de 1938 y finalizó un 19 de enero de 1939, poco antes de atravesar la frontera hispanofrancesa.

Pero además de sus diarios, Azaña alumbró otras obras: Mi rebelión en Barcelona, relato autobiográfico y una explicación política de los sucesos revolucionarios de 1934. Con La velada en Benicarló, Azaña profundizó en las causas y efectos de la cruentísima guerra civil que se desarrolló en nuestro suelo, en forma de diálogo, o mejor, como un monólogo de Azaña consigo mismo en el que toma la apariencia de varios personajes. Según Juan Marichal, los escritos de Manuel Azaña, ministro de la Guerra, presidente del Gobierno y por último, presidente de la República española, son el “texto memorial más importante de la historia española moderna”.

Manuel Azaña fue presidente del Gobierno de la República desde el 14 de octubre de 1931 tras dimitir del cargo Alcalá Zamora. Formó su primer gobierno tras la promulgación de la Constitución de 1931 el 16 de diciembre de este año y se mantuvo sin crisis ministeriales reseñables hasta el 8 de junio de 1933. Cuatro días después, el 12 de junio, volvió a presidir el Consejo de Ministros hasta el 8 de septiembre de 1933. Esta última fue su segunda caída, a partir de la cual, los gobiernos republicanos, en manos del Partido Radical de don Alejandro Lerroux García, a merced de la CEDA (Confederación Española de Derechas Autónomas, dirigida por el abogado don José María Gil-Robles y Quiñones de León), no duraron ni siquiera tres meses. La inestabilidad de la República en este período se constata por el hecho de que entre septiembre de 1933 y diciembre de 1935 se sucedieron siete crisis ministeriales totales, cinco presidentes de gobierno, cada uno de los cuales ocasionó sus propias crisis parciales.

Existe un viejo tópico historiográfico que trata a Azaña de excelente intelectual pero pésimo político, con tendencia a mostrarse vacilante y dubitativo, en fin, poco dotado para ejercer tareas de gobierno. Según el historiador Santos Juliá, muy mal político tampoco debió ser, pues fue el que más tiempo seguido permaneció al frente de un gobierno republicano. Frente a quienes acusan a Azaña de indeciso, hay que decir que fue el único ministro de la Guerra capaz, no sólo de afrontar, sino de llevar a buen término en unos meses, la necesaria reforma del estamento militar, una actuación imposible de acometer por ningún ministro de la Guerra anterior. Por descontado, la reforma militar granjeó a Azaña una miríada de poderosos enemigos en el sector, que no le perdonaron su actividad reformista. El filósofo don José Ortega y Gasset, poco proclive al halago ajeno, hizo ovacionar a Azaña en el Congreso de los Diputados por realizar “una maravillosa e increíble, fabulosa, legendaria reforma radical del Ejército”.

Hay que hacer notar que sin Azaña en la presidencia del Consejo de Ministros, se demostró harto difícil mantener el rumbo de la República con cierta estabilidad. Azaña, líder del pequeño partido Acción Republicana, se convirtió en el único político republicano capaz de dirigir un Gobierno formado por una complicada coalición de partidos rivales entre sí en muchos casos. Con Azaña fuera del Gobierno, el sistema republicano fue incapaz de hallar personalidades de la autoridad necesaria para regir el destino de la nación con suficiencia. En sus diarios, enmarcados dentro de su faceta literaria, Azaña registró los éxitos de su gobierno, pero también se hizo eco de los formidables obstáculos que fueron presentándose en su espinoso camino. Y también de sus fracasos.

Antes vimos como Azaña se había hecho cargo del Gobierno de la República al dimitir Alcalá Zamora en octubre de 1931, incapaz de aguantar la presión que generaba el cargo hasta la promulgación de la nueva Constitución republicana. En ese instante se dio el acuerdo necesario para elevar al neófito líder de Acción Republicana a la presidencia del Gobierno, el único capaz de mantener una difícil coalición gubernamental compuesta por pequeños partidos republicanos y por los socialistas, que sí tenían amplia base electoral. Esto fue así porque ninguno de los dos partidos mayoritarios por entonces, los radicales y los socialistas, podían aceptar en la presidencia a un rival, pero sí a un político procedente de un partido minoritario, como era el caso de Manuel Azaña y Acción Republicana. Esta fue la razón principal por la que Azaña fue elegido para ocupar el puesto. Por ello y por haber sido capaz de solventar con éxito el peliagudo asunto de la reforma militar como ministro de la Guerra. Muchos pensaron, entre ellos el radical Lerroux, que la solución de compromiso alcanzada entre los grandes partidos había de tener pronta fecha de caducidad. Pero todos se equivocaron de medio a medio, pues Manuel Azaña demostró, con su habilidad y tacto político, ser un presidente de Gobierno estable. Al menos en comparación con los que vinieron después.

Una vez promulgada la Constitución, y repescado el católico Alcalá Zamora para presidente de la República, Azaña fue el político mejor situado para formar gobierno de nuevo. Como Lerroux andaba guerrero y le vino a decir a Azaña algo así como “o yo o el caos”, éste prescindió del político radical y se quedó con los socialistas. En la toma de esta decisión influyeron sólidas razones que ya desde hacía décadas venían pesando en su ánimo. En 1911, Azaña había pronunciado un importante discurso en la Casa del Pueblo de Alcalá de Henares. Entre otros asuntos, había identificado el “problema español” con la democracia y el Estado democrático, sin decantarse por la forma que había de tomar dicho Estado, si Monarquía o República. Con que fuese democrático de verdad le bastaba. Años después, terminó por elegir su sistema ideal. En 1924, en su “Apelación a la República”, Azaña argumentó que en el siglo XX, la democracia plena no podía identificarse exclusivamente con la burguesía y la clase media, quienes habían llevado la voz cantante en las revoluciones liberales del siglo XIX, un hecho que al pensador y político alcalaíno le parecía ya trasnochado, y por ello superado. La democracia plena era cuestión de una coalición política en la que tuviese cabida lo que Azaña denominó “movimiento ascensional del proletariado”. Si alguna vez tuvo alguna veleidad monárquica digna de consideración, el golpe de estado del general Primo de Rivera en septiembre de 1923, con el beneplácito del rey Alfonso XIII, se encargó de hacerla desaparecer de un plumazo. Azaña abrazó entonces definitivamente la causa republicana, al identificar democracia con república. Desde ese mismo instante, en el establecimiento del proyecto político azañista fue clave la incorporación de la clase obrera al gobierno del Estado, a través de sus representantes. Para ello necesitaba crear un campesinado desarrollado y próspero, resultante de la implantación de una sólida reforma agraria que repartiese de forma más equitativa la riqueza, y contar con la colaboración del Partido Socialista Obrero Español (PSOE), la formación política más preparada dentro del movimiento obrero hispano susceptible de incorporarse a tareas de gobierno. Azaña nunca pensó en los anarquistas de la CNT-FAI, ni éstos pensaron en él.

El programa de Azaña como presidente del Gobierno constitucional preveía reformas muy profundas en temas harto sensibles, como la tenencia de la tierra, las relaciones laborales, la Iglesia Católica o el Estatuto de Autonomía de Cataluña. Ante la envergadura de estas reformas, lo mejor, pensó Azaña, era tener a los socialistas como aliados, aunque fuesen incómodos compañeros de viaje, de carácter provisional e interino, hasta que le hubiesen servido en sus propósitos reformistas. Así arrinconó a los radicales en la oposición, en la creencia de que formaban una oposición republicana, afecta al régimen imperante. Pero la fórmula azañista excluía del sistema político republicano a la derecha católica y a los monárquicos, que evidentemente eran fuerzas no leales a la República. Esto funcionó de maravilla durante los primeros meses, cuando se pusieron en marcha las reformas que ordenaba el desarrollo de la nueva Constitución.

Al cabo de poco tiempo, comenzaron a surgir serios obstáculos a la labor del gobierno azañista, que acabaron por dar al traste con gran parte de su labor reformista. Azaña se enfrentó a algunos de ellos con gran valor y denuedo, como el golpe del 10 de agosto de 1932, protagonizado por militares aguijoneados por los monárquicos, los católicos, pero también por los radicales. El triunfo del presidente del Gobierno en esta ocasión logró que se aprobasen dos leyes fundamentales: la Ley de Reforma Agraria y el Estatuto de Autonomía de Cataluña, que ensalzaron a Azaña a la categoría de gran estadista entre sus iguales. El optimismo y entusiasmo que generaron estos acontecimientos hizo que los socialistas se mantuviesen dentro del Gobierno, lo que sirvió de seria advertencia a los radicales: la vieja política de acuerdos entre los partidos de notables (el sistema de la Restauración) había sido dado por finiquitado. Lo que ocurrió es que Alejandro Lerroux no se resignó al papel de leal opositor que Azaña le había reservado: oposición republicana en espera de un triunfo electoral en futuras elecciones desnudas de prácticas fraudulentas. Así que Lerroux comenzó a conspirar abiertamente para que el presidente de la República Alcalá Zamora retirase su confianza al presidente del Gobierno.

A comienzos de 1933 tuvo lugar la insurrección anarquista de Casas Viejas, reprimida a sangre y fuego por las fuerzas de seguridad del Estado. Los distintos grupos de derecha y los radicales vieron su oportunidad de atacar al Gobierno. Azaña respondió que “vorazmente se han arrojado sobre la sangre”, refiriéndose a la actuación de la oposición, ya fuese leal o no al sistema político imperante. Aun así, los ministros socialistas se mantuvieron fieles al presidente del Gobierno. Como el apoyo socialista a Azaña no flaqueó, que era lo que pretendía Lerroux, la tormenta radical, en forma de ataques e injurias contra Azaña arreció, pero también tomó la forma de presión sobre Alcalá Zamora para que retirara su apoyo al presidente del Gobierno. El clima de crisis, fomentado por la insurrección anarquista y la obstrucción parlamentaria radical, se incrementó de forma exponencial al perder Azaña el favor de la prensa (que había obtenido en anteriores ocasiones, como la crisis militar de agosto de 1932) y al hostigarle con saña algunas figuras del firmamento intelectual que en el fondo veían a Azaña como un oscuro funcionario con pretensiones de escritor reconvertido no sólo en político, sino aupado hasta el jugoso cargo de presidente del Gobierno. Unamuno se descolgó con frases como ésta: “He dicho que me dolía España y me sigue doliendo. Y me duele, además, su república”.

Si en otoño de 1932, Azaña había sido elevado hasta los altares por la veleidosa prensa, en verano de 1933, los mismos medios de comunicación le hicieron descender a los infiernos. A las “pasiones adversas” desatadas por el sector periodístico e intelectual contra Azaña, se unió el progresivo deterioro de sus relaciones con el presidente de la República, gracias a la presión radical y al malestar de la patronal. Alcalá Zamora planteó a Azaña la conveniencia o no de mantener ministros socialistas en el Gobierno. El creciente malestar de Alcalá, católico convencido, llegó al cénit con el debate de la Ley de Confesiones y Congregaciones Religiosas, que prohibía a las órdenes religiosas “ejercer comercio, industria ni explotación agrícola por sí ni por persona interpuesta” y “dedicarse al ejercicio de la enseñanza”. Muy molesto por lo que el presidente de la República consideró un ataque injustificado contra la Iglesia, retiró la confianza a Azaña días después de que el episcopado español denunciase el “trato durísimo” proporcionado a la Iglesia desde las instituciones republicanas y de que el papa Pío XI se mostrase inquieto por el cariz que tomaban las cosas en la otrora católica España. La retirada de confianza de uno en el otro provocó la primera caída de Azaña al frente del Gobierno de coalición. Inmediatamente, Alcalá Zamora contactó con la oposición radical (aunque el partido radical no hubiese podido todavía construir en ese momento una mayoría parlamentaria) para analizar la mejor manera de expulsar de la presidencia a Azaña, aunque éste todavía no había perdido la confianza de las Cortes, algo necesario para su definitiva salida del Gobierno. Estos contactos implicaban de hecho, una vuelta a la vieja política del turno de partidos del régimen monárquico de la Restauración, algo que parecía superado con el advenimiento del nuevo sistema político. La intromisión del presidente de la República en la política de partidos, inaceptable por las maneras poco ortodoxas adoptadas por Alcalá Zamora, fue un mazazo para las Cortes Constituyentes. La estabilidad gubernamental de que había gozado la República desde diciembre de 1931 a junio de 1933 estaba a punto de finalizar.

Manuel Azaña, cuando aceptó la presidencia del primer gobierno constitucional de la República, se propuso dos objetivos fundamentales: construir un verdadero sistema democrático y parlamentario e integrar a los socialistas en las tareas de gobierno del Estado. Al integrar al PSOE en el gobierno, superaba el sistema monárquico canovista de partidos de notables, un sistema político que excluía a las demás fuerzas de forma fraudulenta, al aceptar prácticas como el encasillado o estructuras socioeconómicas y políticas como el caciquismo. Azaña se empecinó, aun siendo el líder de una formación política minoritaria, en mantener una verdadera política democrática, basada en la confianza parlamentaria. Alcalá Zamora y Lerroux parecían permanecer anclados en el pasado, inmersos dentro de los tejemanejes de la vieja política monárquica. Las reformas iniciadas en 1931 se habían detenido. La reforma agraria estaba parada, la clase obrera continuaba sufriendo la escasez de trabajo, la Iglesia católica había pasado a la ofensiva, aguijoneada por leyes decididamente restrictivas para la institución, los militares andaban inquietos por la revisión de la política de ascensos azañista, la patronal protestaba contra la permanencia de los socialistas en el Gobierno, la prensa de Madrid hacía descender de su pedestal a quien unos meses antes había encumbrado y las relaciones con Alcalá Zamora alcanzaban unos mínimos razonables, al borde de la ruptura total.

Demasiado para Azaña. Seis semanas después de comenzar su segunda etapa al frente de un gobierno constitucional, decidió acabar con la situación. Pero no presentó la dimisión. Su labor como presidente del Gobierno en esta segunda etapa (años después volvería al frente del Gobierno) finalizó de otra manera. Lerroux había terminado por acusar a Azaña de ser un dictador por partida doble y le rogó que plantease “la cuestión de confianza ante el señor Presidente de la República”. Azaña no se dirigió al presidente de la República, tal y como sugería el líder radical, para ratificar su confianza, sino al Congreso, donde obtuvo el voto favorable de 146 diputados y tres en contra. Los radicales no votaron, pues consideraron difunto el Gobierno del señor Azaña, lo cual se demostró que era verdad. Cuando Alcalá Zamora le hizo saber a Azaña su intención de abrir consultas para formar un nuevo gobierno, las Cortes recibieron una comunicación que decía:

“Hallándose en crisis el Gobierno que me honro en presidir, tengo el honor de participárselo a V.E., con el ruego de que se sirva ponerlo en conocimiento de las Cortes Constituyentes en la sesión de hoy, a los fines procedentes. Madrid, 8 de septiembre de 1933. Manuel Azaña”.

De esta forma se dieron por concluidos dos años al frente del gobierno constitucional de la República. Manuel Azaña había puesto en marcha en España entre 1931 y 1933 numerosas reformas de carácter progresista: democracia parlamentaria sin decreto de disolución al arbitrio del jefe del Estado, ejército profesionalizado y alejado de veleidades políticas (aunque después se demostró que no fue así), incorporación de los socialistas (como representantes más cualificados del movimiento obrero) al Gobierno del Estado, separación Estado-Iglesia, divorcio y secularización del matrimonio, voto efectivo para la mujer, estatutos de autonomía (primero para Cataluña y posteriormente para el País Vasco), proyectos de riego y electrificación, leyes sociales, expansión del sistema público de enseñanza y planes de acceso a las grandes ciudades.

Demasiadas reformas de gran calado en tan poco tiempo, algo que no pudieron digerir las fuerzas más reaccionarias del Estado, que comenzaron a preparar primero la defensa, y después, el contraataque. Azaña había emprendido esas reformas sin medir la fuerza de las pasiones adversas que levantó su acción de gobierno, y peor todavía, sin disponer de los medios adecuados para apuntalarlas, y menos para derribar los inevitables obstáculos que iba a encontrar en su camino. Su error de cálculo puede atribuirse a la facilidad con que llegó a las altas magistraturas de gobierno, puesto que era prácticamente un desconocido y un neófito en la alta política, y al éxito fulgurante de su primer año al frente de la política reformista de la República. El mismo Azaña señaló que no había pasado por ninguna fase preparatoria o eliminatoria, aquéllas en las que el hombre necesariamente se adapta o sucumbe.               

 

Bibliografía, Créditos y menciones

Texto y fotografías propiedad de Diego Salvador Conejo