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Los judíos en el reino visigodo

La falta de solidaridad con el resto de la población de los judíos hispanos, largamente perseguidos, pudo ser factor clave en la caída del reino visigodo.

La falta de solidaridad con el resto de la población de ese grupo atacado por todos los frentes, los judíos hispanos, largamente perseguidos, pudo ser factor clave en la caída del reino visigodo. Los judíos eran odiados por la mayoría de la población, no sólo por su aislamiento y proselitismo, por su característica de ser “los otros”, por haber sido el pueblo que crucificó al Señor, sino también por ser poseedores de objetos de valor en mayor cantidad que el resto de la población, excluyendo a las oligarquías militares, eclesiásticas o terratenientes. Sin embargo, los mandamases se  veían en ocasiones en la obligación de pedir préstamos para mantener su tren de vida o los microestados que regentaban y apoyar a su propia facción a favor o en contra del rey de turno. Pero… ¿Eran realmente tan odiados los judíos por el pueblo llano? Pues posiblemente no.

Según historiadores de ideologías diferentes como García de Cortázar, O’Callaghan o Martín, los judíos eran los malos de la película, una minoría social inasimilada, diferente y que no encajaba en la organización social hispanovisigoda, se dedicaban casi todos al comercio y en ellos los reyes encontraban la cabeza de turco (de judío, mejor dicho) de la sempiterna crisis que aquejaba a su amado reino. Era muy popular según estos autores que los reyes se aprovechasen de sus bienes, pues por constituir una raza aparte y poseer sus peculiaridades religiosas y sociales, permitían al poder político confiscar sus bienes sin resquemor y sin remordimientos. Los judíos no debían ser tan diferentes del resto de la población en el aspecto externo, aunque sí en sus creencias religiosas y en algunas prácticas cotidianas derivadas de ellas. Tampoco diferían en la lengua que hablaban, y ni tan siquiera constituían una raza aparte, ya que se encontraban diluidos y enraizados dentro de la sociedad hispanorromana después de siglos de coexistencia en la que los matrimonios mixtos no habían sido raros. No eran pues extraños a la vida cotidiana peninsular. Pero practicaban una religión minoritaria. Tampoco eran todos comerciantes, y quienes ejercían tal oficio no se diferenciaban en nada de sus convecinos cristianos. Había de todo, como en botica: judíos terratenientes y comerciantes, artesanos, trabajadores por cuenta ajena, pobres y esclavos, mercaderes, traficantes de esclavos, médicos, propietarios agrarios, jornaleros… Vamos, como todo quisque en la época. Posiblemente, en contra de lo que encontramos en gran parte de la historiografía, la inmensa mayoría de la población judía era más pobre que las ratas, como los cristianos, pudiendo llegar el caso frecuente de caer en el pozo de la esclavitud a través del tortuoso camino de las deudas impagadas. La primera mención que se hace del típico judío rico y avaro, el prestamista clásico, se pospone hasta el siglo IX, y esto supone cambiar de etapa histórica.

El III Concilio de Toledo El III Concilio de Toledo

La importancia de la riqueza de las comunidades judías y su pretendida influencia sobre la política del reino visigodo ha sido frecuentemente exagerada. Eran ni más ni menos que como el resto de la población hispanorromana, sólo que tenían la suerte o desgracia, según se mire, de practicar una religión minoritaria. En general mantenían relaciones de buena vecindad con los cristianos. La coexistencia entre ambas comunidades debió ser pacífica, con las rencillas habituales entre vecinos. Pero esto es así siempre que se junta un grupo de seres humanos. No tenemos remedio. Eso sí, debido a las leyes discriminatorias, los judíos no podían ejercer cargos públicos, ni poseer esclavos cristianos ni pleitear en igualdad de condiciones con los miembros de la comunidad religiosa mayoritaria. Esto era así por ser practicantes de una religión ilícita. Posiblemente, el atacar a los judíos era un deporte que practicaban los poderosos, sobre todo los miembros del clero para atraerse el favor popular, ya que las fuentes no atestiguan una animosidad popular extendida contra los judíos. De hecho, es de suponer que muchos cristianos defendían a sus vecinos judíos, una vez establecidas relaciones de amistad y familiares con ellos, dada su proximidad física. No está demostrado que fueran impopulares, y estaban en ocasiones protegidos por señores laicos, obispos y hasta por sus máximos enemigos, los monarcas godos, muchos de los cuales no dictaban la preceptiva ley antijudía. No parecían existir tampoco “celos económicos” contra ellos, pues ¿cómo tener celos de alguien que es igual de precario que uno mismo? Había espacio suficiente para que todos, judíos y cristianos, ejerciesen sus actividades económicas. Tampoco parece de juzgado de guardia que los reyes actuasen contra los judíos por afán de lucro, puesto que en su afán de convertir al hereje en cristiano, perdían la recaudación de impuestos que se cobraba por la mera condición de ser judío. Según Bachrach, la actitud del rey hacia los judíos dependía de la actitud que éstos tomaban en el momento de su acceso al trono.

La documentación contemporánea, en cambio, parece presentar el problema judío como algo exclusivamente religioso. La búsqueda de la unidad del reino en todos los sentidos es la razón que anima a los reyes a actuar como lo hacen contra las minorías, de las que la religiosa es una de ellas. Herejes, paganos, judíos, vascones, montañeses del norte, bizantinos,…, escapan como buenamente pueden al esfuerzo regio y a su afán unificador. Con la conversión al catolicismo de los visigodos en bloque bajo la superior inspiración del rey Recaredo en 589, la influencia del clero en la política contraria a los hebreos no hace sino aumentar, una actitud que ya venía desde siglos atrás. De hecho las leyes antijudías se promulgan durante la celebración de los concilios toledanos, en los que la Iglesia católica es la fuerza predominante, por lo que parece lógico pensar que la legislación antijudía es el resultado de la estrecha colaboración entre trono y altar. Bueno, como casi siempre. Si los reyes escuchaban el murmullo eclesiástico (ruidillo de tiaras obispales), podían permitir más fácilmente la legislación de leyes antijudías. Otros reyes, menos proclives a escuchar a nadie más que a sí mismos, no lo hacían. El famoso Chindasvinto, sin ir más lejos, quien además estaba en desacuerdo radical con el clero. Incluso favoreció a los judíos, quizás por llevarle la contraria a la propia jerarquía eclesiástica. Otros, como Ervigio, que recibió el espaldarazo de la comunidad clerical a su escandalosa usurpación del trono tras tonsurar a Wamba y mandarle a rezar novenas al convento, seguramente fue un furibundo antijudío por influencia de sus obispos más ultramontanos.

Así comprobamos cómo es posible que la intención última de las medidas antijudías de reyes y concilios sea prevenir los peligros de judaizaciones para el catolicismo oficial, que entonces no las tenía todas consigo en cuanto a la fidelidad de sus feligreses. Pues por algo sería. La jerarquía católica tenía horror a las conversiones no sinceras de los judíos (que debían ser la mayoría, pues cuando algo se hace a la fuerza…) y al mantenimiento dentro del reino de un grupito que no practicaba la religión oficial estatal, con los peligros que ello conllevaba para la unidad de la nación. ¡Maldito gregarismo! Por ello se procuraba evitar cualquier atisbo de predominio, aunque fuese mínimo, de una minoría religiosa sobre los miembros de la comunidad católica, la confesión mayoritaria. El proselitismo judío y las judaizaciones consiguientes molestaban enormemente a los eclesiásticos visigodos, y por ello trataban de hacer promulgar al rey fuertes medidas contra los enemigos de su religión, aquella religión de la que en origen no fue más que una escisión. Pero esa es otra historia en la que no vamos a entrar, ni siquiera de puntillas.

Conseguida la unidad territorial con la liquidación del galaico reino suevo de la esquinita noroeste por el enérgico Leovigildo y la victoria final de Suintila sobre los molestos enclaves bizantinos del sureste peninsular, la unificación interna del reino fue la máxima preocupación de los reyes godos, que ahora no veían más barrera entre hispanorromanos y godos que la división en católicos y arrianos. Conseguida la unidad religiosa cristiana con Recaredo, los judíos restan como elemento discordante y contra ellos comienzan a cargarse las tintas, desde 589, año de la conversión de Recaredo y su gente al catolicismo, nueva religión oficial del Estado visigodo.

Conversión de Recaredo al catolicismo Conversión de Recaredo al catolicismo

No obstante, no sólo los judíos rompen la ansiada unidad confesional. Quedan todavía otros elementos hostiles en forma de herejías y bolsas de paganismo a las que no hay forma de controlar. Incluso las campañas anuales contra vascones, cántabros y astures, especie de deporte nacional practicado por los grandes señores visigodos, forman parte del intento de acabar no solamente con las rebeliones políticas, sino también con las formas paganas de religión que permanecían ocultas sobre todo en remotos reductos de montaña.

Lo que parecía estar claro a finales del siglo VII y comienzos del VIII, es que los judíos se hallaban en una situación muy desfavorable, desprovistos de sus bienes, ya fuesen muchos o pocos, diseminados por todos los rincones del reino, reducidos a servidumbre de por vida, separados padres de hijos y con la prohibición de vivir en libertad sus creencias. El momento era oportuno para una vuelta de tuerca. Una chispa podía encender una hoguera. Fue la presencia musulmana la causante de la explosión de júbilo y esperanza que golpeó de lleno a la depauperada comunidad judía. Como no podían estar peor que estaban, apoyaron con entusiasmo al alóctono contra el autóctono, y dieron la vuelta a la tortilla al famoso dicho de “más vale malo conocido que bueno por conocer”. Los visigodos les habían hecho la vida imposible con tanta ley y era el momento de la venganza.

El judaísmo se había convertido ya en problema político-religioso desde la estatalización del cristianismo en el Imperio romano surgido del Concilio de Nicea (326), que fue presentado como el elemento de identificación y cohesión nacionales en el discurso de la monarquía y de la iglesia toledanas, puesto que éstos fueron señalados por Recaredo como enemigos políticos de la ideología de la Corona y de la Iglesia. Pero no hay señales en las fuentes de antisemitismo entre la población en general. Desconocemos si es porque no existía o porque las fuentes no consideran importante la actitud del pueblo en general. Que también puede ser. También sorprende la ausencia de progroms o agresiones generalizadas contra los judíos. La política antijudía se compone de medidas legislativas destinadas a complicar la vida a todo aquél que no comulga con la religión oficial de la monarquía visigoda, y a procurar su conversión a través de medidas restrictivas de orden económico. Las medidas económicas antijudías constituyeron más bien algo así como un castigo ejemplar disuasorio: “si continúas siendo judío, te frío a impuestos, así que tú verás lo que haces”.

Leyes de persecución a los judíos Leyes de persecución a los judíos

Hubo medidas más violentas, como la imposición por la fuerza del bautismo ordenada por el rey Sisebuto (no es guasa, no), que dependen de la voluntad regia de erradicar las discordancias dentro del reino, fuesen de la naturaleza que fuesen. Pero también se demuestra la escasa ineficacia de tales medidas: se repiten constantemente, pues su observación parece escasa. Si de verdad hubiesen funcionado, no hubiesen existido ya judíos en el solar hispanovisigodo, y sin embargo, ahí estaban, dispuestos en 711 a apoyar a unos desconocidos de tez oscura que se aprestaban a invadir el obsoleto y caduco reino visigodo. Vemos como la dureza de las sanciones contra el disidente oficial es discontinua. Y eso de la disidencia o del enemigo público nº 1 del Estado visigodo, lo digo con permiso de los vascones y otras comunidades de montañeses, que también se oponían lo suyo, pletóricos de reciedumbre e irredentismo. Chintila también promulga violentas leyes antijudaicas sin vuelta de hoja: o te conviertes o te vas al exilio. Ervigio vigila de cerca a los judíos y con más celo aún a los judíos bautizados. Un antecedente lejano de la Inquisición. Egica propone la solución final: bautismo o esclavitud. Y este mismo rey justifica su actuación para luchar contra la pretendida conjura de los judíos hispánicos con sus correligionarios de ultramar. Esta conjura podría estar relacionada con el mesianismo exacerbado de los judíos, quienes todavía esperaban al Mesías, mientras que para los cristianos era un asunto resuelto, puesto que ya lo habían encontrado en Jesucristo. Además el mesianismo se acentuaba en época de represión. Algún autor medieval como Lucas de Tuy se descolgó proclamando a Witiza como amigo de los judíos, lo que calificó como motivo de la pérdida de Spania.

Es posible que las leyes monárquicas no deseasen realmente acabar con los judíos, y tan sólo fuese una actuación de cara a la galería, a ese clero receloso que miraba con lupa las actuaciones regias. De hecho, a una ley dura le seguía una más blanda que derogaba la anterior, cuya vigencia había sido insuficiente para acabar con el problema: los judíos organizaban la defensa, se apoyaban en sus convecinos cristianos, que no parecían tener el odio al judío de siglos posteriores, y aquí no ha pasado nada. Me bautizo por la fuerza y mañana vuelvo a ser judío. La ley judía no reconocía el bautismo forzoso, lo que obviamente facilitaba el retorno del converso a su primitiva fe. En resumidas cuentas, la legislación antijudaica se reduce a tratar de evitar el proselitismo judío entre cristianos y la re-judaización de judíos cristianizados. Son medidas que carecen de carácter fiscal, puesto que la decisión de bautizar al mayor número posible de judíos implica una reducción en los ingresos que entraban en las arcas reales, puesto que cada judío menos es un tributo menos por esa causa, que debía ser cuantioso. En realidad, el clero cristiano sentía auténtico temor a la pérdida de feligresía, a la judaización de cristianos. Esto quiere decir que no las tenían todas consigo, y que quizás su religión no fuese tan buena como pretendían venderla.

Existe una especie de “odio teológico” del cristianismo triunfante en el Imperio romano hacia el judaísmo, tal vez por originarse en el seno mismo de la religión hebraica. Pero a los judíos les pasa igual: consideran al cristianismo una herejía de su propia religión. Con mucho éxito, eso sí. Lo que ocurre es que los judíos se han quedado en cuadro y son minoría allá donde van después de la destrucción del Templo de Jerusalén en tiempos de Tito. No es de extrañar que los judíos aceptasen de buen grado el dominio islámico, que en ese momento mostraría su faz más amable, en busca como estaban de nuevos acólitos que añadir a su comunidad de feligreses. Junto a los campesinos, los judíos colaboran activamente con los musulmanes, quienes se aprovechan de la gran organización que poseían. Aseguran el control efectivo de las zonas conquistadas mientras los ejércitos musulmanes se internan en la Península neutralizando de forma más o menos violenta a los partidarios del desaparecido Roderico, más conocido por el común de los mortales como don Rodrigo, último rey visigodo.

 

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Bibliografía, Créditos y menciones

Texto propiedad de Diego Salvador Conejo. Extraído de la obra de Diego Salvador Conejo "Hijos de Mayrit: La Huella islámica en Madrid y Comunidad" https://www.amazon.es/Hijos-Mayrit-huella-islámica-Comunidad-ebook/dp/B01BDVAPKE