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Entre el 19 de marzo, fecha del famoso motín de Aranjuez, organizado según todos los indicios por el Príncipe de Asturias, (y pergeñado con el objetivo principal de derribar al poderoso Manuel Godoy, valido de sus padres, los reyes y de ocupar el trono), y el 2 de mayo ocurrieron varios sucesos que fueron caldeando progresivamente el ambiente en España, y en mayor medida, en Madrid. Consecuencia del motín de Aranjuez, en el que casi es linchado Godoy, Carlos IV abdicó en la persona de su hijo Fernando, el séptimo de este nombre.
El 24 de marzo, el flamante rey hizo entrada triunfal en Madrid en medio del delirio del pueblo, ebrio de entusiasmo, que inconscientemente tenía puestas en el joven monarca todas sus esperanzas. Infundadas, como luego se encargó la Historia de demostrar. Tan entusiasmado estaba el populacho madrileño, que pocos o muy pocos repararon en que el día anterior las tropas francesas, al mando del mariscal Joaquín Murat, duque de Berg y cuñado de Napoleón, habían entrado en la capital, según la más extendida creencia, para colocar sólidamente en el trono al felón Fernando, que había tenido la osadía de conspirar y levantarse contra su padre. Los franceses no habían mostrado ni la más leve cortesía e incluso alguno hubiese pensado que demostraron hostilidad hacia el nuevo rey. A partir de este momento, muchos sospecharon de los motivos verdaderos de la presencia francesa en España. Los franceses atravesaban España para atacar Portugal y repartirse el pastel con la Corona española, como preveía el Tratado de Fointenebleau, sino que venían para quedarse y ocupar el trono hispánico y los vastos territorios que controlaba a lo largo y ancho del mundo. Eso es lo que quería Napoleón, además de una armada experimentada y potente que le permitiera enfrentarse a los británicos, dueños y señores de los mares y océanos.
Una vez instalado Fernando en el trono, comenzó una sarta de humillaciones del nuevo monarca ante los verdaderos dueños de la situación. Fernando había escrito humillantes cartas, como príncipe y como rey, al Emperador, solicitando su amistad y protección y una princesa de la familia imperial francesa con la que desposarse. Aduló vergonzosamente a Murat, al que llegó a entregar la espada de Francisco I, prisionero en Madrid en 1525 tras la derrota francesa en la batalla de Pavía. El siniestro canónigo Juan de Escoíquiz, confesor, preceptor y consejero de Fernando, finalmente convenció al propio rey de la conveniencia de enviar a Bayona, donde ya estaba parte de la familia real española, rehén de Napoleón, a algunos de los principales miembros de la nobleza hispana, y después a su propio hermano don Carlos. Finalmente, bajo la influencia nefasta del ignorante y ambicioso clérigo toledano, el no menos ignorante y ambicioso Fernando, se echó en manos del dueño de Europa. Antes incluso, había corrido el rumor de que el propio Napoleón iba a venir a Madrid a asistir a la entrada del rey español en Madrid, un infundio que obviamente tenía poco de real.
Tras estos insólitos acontecimientos, el anonadado pueblo de Madrid estaba asqueado por la insultante presencia de las tropas francesas y del altanero Murat. Se fueron creando controversias, burlas, disputas con los forzosos huéspedes. A la mínima oportunidad se podía declarar un gran incendio en la capital. Los hombres y las mujeres de Madrid, cada vez que se dirigían a los soldados franceses, lo hacían en tono de sorna e insultante, convencidos de que el ocupante no comprendía sus chascarrillos e improvisaron canciones y tonadillas en contra de los franceses y a favor del ausente Fernando. El pueblo lanzaba constantes y entusiastas vivas a Fernando (algo a todas luces incomprensible, pero el espíritu de la gente es sencillo…), a la Religión, a España, a la Virgen de Atocha, con el objeto de mortificar al molesto huésped, al que detestaban por mero instinto. Murat respondía a las provocaciones con nuevas provocaciones y se exhibía, rodeado de su poderosa guardia, lujosamente vestido, con su hermosa cabellera rizada al viento, cuando asistía a misa a la iglesia del Carmen Descalzo, actualmente San José, en la calle Alcalá.
De manera especial tras la salida de Fernando hacia su prisión de Bayona, el pueblo madrileño había incrementado su odio al invasor, y cada día parecía que iba a ser el del estallido definitivo de una sublevación contra los franceses. Cualquier ocasión era buena para el levantamiento: en la plaza Mayor o en la de la Cebada en día de mercado, cuando los soldados franceses se enzarzaban con los vendedores por creer que les estafaban; en Carabanchel con motivo de una función del pueblo, en la iglesia, donde entraban los franceses con redoble de tambores y sin descubrir sus cabezas, algo imperdonable a los ojos de los sencillos pobladores de Madrid, que veían en ello una muestra de impiedad del ocupante. Estos hechos fueron aprovechados por los religiosos madrileños para lanzar encendidas soflamas en contra del invasor, pretendidamente ateo y diabólico. El ejército francés se había convertido en boca de los manolos, los chisperos o los majos de los barrios más populares de Madrid en una mera tropa de gabachos(1) o franchutes. A Napoleón le llamaban el Corso Bona o Malaparte y a Murat el Gran Troncho de Berzas (¿por su título de Gran Duque de Berg? ¿O quizás por sus magníficos y bien cuidados tirabuzones?).
Además se iban conociendo, unas veces de forma verídica, otras de manera sesgada, la vergüenza que se estaba produciendo en Bayona: las abdicaciones de Carlos IV, quien se había retractado a instancias de Napoleón para ilegalizar la posición de Fernando. Y la abdicación del propio Fernando. Todas ellas escenas humillantes y afrentosas en las que se vieron envueltos los miembros de la monarquía española, y que tuvieron como testigos a miembros de la Grandeza de España. Aquí se vio la manifiesta incapacidad para ejercer el poder de Fernando y de sus consejeros, con Escoíquiz a la cabeza, algo de lo que se iban a enterar todos los españoles a partir de diciembre de 1813, cuando finalizó la guerra que estaba a punto de iniciarse con motivo de tanto despropósito. Se respiraba en el ambiente la tensión y presagiaba una inmediata confrontación sangrienta entre el pueblo de Madrid y las tropas de Murat, silbados con denuedo la tarde del 1 de mayo a su paso por la Puerta del Sol, con su orgulloso comandante al frente.
El 2 de mayo de 1808, a primera hora de la mañana, la multitud comenzó a concentrarse ante el Palacio Real. Se había corrido la voz de que se llevaban a los dos infantes que quedaban en el Palacio. La muchedumbre vio cómo los soldados franceses sacaban del palacio al infante Francisco de Paula, por lo que, al grito de José Blas de Molina « ¡Que nos lo llevan!», el gentío intentó asaltar el palacio. La gente comenzó a agolparse y su grito fue recogido inmediatamente por otras voces: “¡A las armas! ¡Que no salgan los infantes!”. El infante se asomó a un balcón, y el júbilo aumentó en la plaza (que no es la que es hoy, sino mucho más modesta). El tumulto fue aprovechado por Murat, que se hospedaba en el palacio Grimaldi, edificio muy próximo al Palacio Real, aledaño al actual Senado, y que todavía existe. Los Guardias Imperiales enviados al Palacio por Murat dispararon contra la indefensa multitud. Los primeros muertos y heridos. Una vez corrió la sangre, la multitud enloqueció, y el odio y la tensión acumulados durante semanas estallaron de una vez por todas. La gente se dispersó por las calles de Madrid y gritaron por todas partes: ¡Mueran los franceses! ¡Vecinos, armarse! ¡Viva Fernando VII! El odio más feroz y visceral se había despertado definitivamente. Varios franceses murieron a manos de los enfurecidos madrileños, lo que ocasionó el inicio de la represión francesa, ya durante el propio levantamiento.
La ciudad entera se llenó de gritos y de tiros. Desde muchas viviendas se tiraron todo tipo de objetos contra los franceses, que respondían con disparos ante tales agresiones. Los franceses tiraban contra los balcones desde donde les arrojaban tiestos y demás objetos contundentes y daban fuertes culatazos a las puertas, que marcaron con una X a golpe de bayoneta. Era la señal convenida de que había que volver e iniciar la represión en esa vivienda.
Bien entrada la tarde de la jornada del 2 de mayo aparecieron patrullas de caballería, encabezadas por autoridades civiles y militares, consejeros de Castilla e incluso los ministros Urquijo y Azanza, que enarbolando pañuelos blancos, trataban de tranquilizar a los vecinos: “¡Vecinos, paz, paz, que todo está compuesto!”, decían. Por la noche, los vecinos de Madrid, encerrados y atemorizados en sus casas, escucharon descargas cerradas de fusilería, efectuadas por los franceses que ejecutaban así a los infelices a quienes habían cogido con las armas en la mano. Y armas eran consideradas por el invasor los instrumentos del cirujano, las tijeras de una bordadora y las navajas que complementaban los atuendos de los majos de Maravillas y los chisperos del Barquillo. Esta sangrienta venganza, represión ordenada por Murat, se verificó a la vez en varios lugares de Madrid: en la iglesia del Buen Suceso de la Puerta del Sol (hoy desaparecida), en el Salón del Prado subiendo hacia el Retiro, delante de los muros del convento de Jesús, y en otros lugares. El más famoso de estos sitios de ejecución fue el de la Montaña del Príncipe Pío, episodio luctuoso inmortalizado por Goya en su cuadro “Los Fusilamientos del 3 de mayo”. Todo parecía indicar que el sanguinario Murat se había propuesto exterminar a la indefensa población madrileña, cuyos defensores militares había sido acuartelados por orden expresa del Capitán General de Madrid Francisco Javier Negrete. Orden cumplida por todos los cuarteles de Madrid excepto por el Parque de Artillería de Monteleón, en el barrio de las Maravillas. La actuación de Murat tuvo por objetivo evidente sobrecoger y aterrorizar por completo al vecindario, que había tenido la osadía de levantarse y mostrar su odio y desdén hacia los franceses ante una situación desesperada.
Don Ramón Mesonero Romanos, a la sazón un niño de 5 años durante estos acontecimientos, jamás borró de su memoria la terrible jornada que vivió ese infructuoso día. Un testigo directo de los hechos, amigo del progenitor del propio Don Ramón, decía haber visto en el comienzo del levantamiento en el Palacio Real como el pueblo cortó los tiros de los coches en los que iban a ser transportados a Francia los Infantes reales, y como acometieron con furor insano a la escolta de caballería francesa. El mismo testigo dijo ver poco después en la Puerta del Sol la desesperada lucha de la manolería de los barrios bajos madrileños contra los jinetes egipcios mercenarios conocidos como mamelucos, denominados por el pueblo los moros, por sus vestiduras orientales; cómo las mujeres se introdujeron bajo los caballos de la mejor fuerza de caballería de la época y clavaron sus navajas y cuchillos de cocina en el vientre de tan nobles brutos, mientras los hombres se encaramaban en ellos para derribar a sus jinetes y acuchillarlos con saña; cómo en la refriega del Parque de Monteleón, los franceses se habían vengado de la resistencia insólita de un puñado de paisanos y de militares a las órdenes de los capitanes de artillería Daoíz y Velarde.
La jornada del 2 de mayo supuso el inicio de la Guerra de la Independencia del pueblo español contra el invasor francés, respuesta solidaria al desgarrado y desesperado grito que salió de las gargantas de los madrileños.
(1) Gabacho es una voz genérica y casi siempre peyorativa para referirse a nuestros vecinos franceses. La Real Academia de la Lengua Española la define de la siguiente forma: "natural de algún pueblo de las faldas de los Pirineos". Ya en siglo XVII, los españoles llamaban gabachos a los inmigrantes procedentes de unos pueblos franceses que lindaban con la provincia de Narbona y que desempeñaban los trabajos más ingratos. En su país, se les conocía como gavag, que significa montañés rústico.