- Actividades
- Periodo Histórico
- Comunidades
Teatro Español
Es el heredero del antiguo Corral de Comedias del Príncipe. El Teatro Español fue en sus orígenes un corral medieval donde se realizaban pequeños espectáculos.
El embrión del actual Teatro Español hay que buscarlo en la España de Felipe II, cuando el Rey Prudente, cuya imagen aparece en la placa de la calle del Príncipe autorizó el establecimiento permanente en Madrid de la Cofradía de la Sagrada Pasión, que poseería el derecho y disfrute de un espacio para la representación de comedias.
La Cofradía adquirió el espacio en el que actualmente se sitúa el teatro, en la calle del Príncipe, en 1582 y el 21 de septiembre del año siguiente quedaba inaugurado, explotado comercialmente por la Hermandad, y en el que estrenaron sus obras los mejores autores del siglo de Oro. Tres décadas después, la Cofradía de la Pasión vendía el teatro al Ayuntamiento, seguramente acuciados por las necesidades económicas.
La primitiva estructura del corral se mantuvo hasta 1735, año en que comenzaron las obras de un nuevo edificio, proyectado por el arquitecto Juan Bautista Sachetti en colaboración con Ventura Rodríguez. Las obras concluyeron en 1745, e incluyeron el cubrimiento de la primigenia estructura.[] En ese preciso instante, adoptó el nombre de Teatro del Príncipe, que sustituía al antiguo nombre de Corral del Príncipe.
El Teatro del Príncipe sirvió de plataforma para el despegue del teatro romántico, cuyas plumas más sobresalientes se reunían para hablar de arte, literatura y de conspiraciones políticas en el vecino Café del Príncipe, en la que funcionaba la “peña del Parnasillo”, que reunía a la flor y nata del romanticismo más peleón: José Espronceda, Mariano José de Larra, Ventura de la Vega o Ramón Mesonero Romanos. Estos personajes eran conocidos como la “Partida del Trueno”, indudablemente por su beligerancia cultural (y no tan cultural, pues también tenían a veces inquietudes políticas contrarias al signo del Gobierno de turno).
Por Real Decreto de 1849, el Teatro del Príncipe cambió su denominación por la actual de Teatro Español.
En la calle del Prado, entre los números 1 y 3, existe una pequeña puerta que da acceso a un pasadizo secreto, servidumbre de acceso al Teatro Español, vestigio de su etapa como corral de comedias. Por aquí entraban las damas al lugar del recinto teatral que la sociedad les destinaba, la «cazuela». Ese mismo acceso lo utilizó el favorito de Carlos IV (y de su mujer), el antiguo guardia de corps Manuel Godoy, el llamado Príncipe de la Paz, cuando realizaba alguna escapadita al teatro en buena compañía (femenina).
En los días más álgidos de las representaciones teatrales, al pie de las tablas, expuestos al recio sol que calentaba Madrid, los llamados “mosqueteros”, los hinchas del teatro, vociferaban y saltaban enfebrecidos, cual partido de fútbol, Se les conocía con este nombre porque el sonido que salía de sus roncas gargantas y el descomunal alboroto que armaban sonaban como el retumbar de los mosquetes. Vean como ejemplo de lo que eran los mosqueteros, la primera y prolongada escena del gran film francés “Cyrano de Bergerac” protagonizado por Gerard Depardieu. Eran espectadores modestos, de clase baja, que asistían a las representaciones en pie y amontonados en la parte trasera del patio donde se celebraban las funciones. Para ellos, y para todos los demás, la comedia era entonces el opio de un pueblo abatido, un motivo de celebración entusiasta, la excusa para congregarse semana tras semana, entre las banquetas de la cazuela, los palcos de la nobleza o el gentío en general que se abigarraba en el viejo corral. Era el fútbol de la época, el espectáculo de masas por excelencia, el lugar donde se eliminaban las frustraciones de la semana. La verdad es que para ser actor había que tener mucho estómago, expuesto como estaba a las frecuentes iras de este público, iracundo a veces, jocoso, otras, agradecido las más. Si no consideraban satisfactoria la obra para su paladar, al menos tenían el aliciente de arrojar a escena alimentos podridos a los sufridos comediantes, y en ocasiones, si la situación se calentaba lo suficiente, incluso llegaban a agredir al cómico, que no hacía sino interpretar un papel. Eran tiempos en que los actores se tomaban muy en serio su papel, tal vez demasiado…Y los espectadores también.
Aquella suerte de partido, donde en vez del balón se sorteaba el verso, donde en vez de pases largos se servían sonetos y silvas, creó monstruos y mitos, engrandeció nombres y dio alas a la aparición de “hooligans” de la palabra; fanáticos de una u otra compañía que podían favorecer o boicotear a su antojo cualquier representación tanto propia como rival. El siglo XVIII supuso la consagración definitiva del todavía Teatro del Príncipe, que contó con su propio grupo de seguidores, los “Chorizos”, en pugna constante con los “Polacos”, que preferían los escenarios del rival Teatro de la Cruz.
Parece ser que en 1742, un actor de la compañía del teatro del Príncipe, Francisco Rubert, en plena función de tarde y a falta de unos chorizos que debía zamparse por exigencias del guión, improvisó una larga serie de improperios contra el encargado del atrezzo. El público se desternilló ante la capacidad de inventiva del ingenioso actor, y desde entonces a Rubert se le conoció como 'el de los chorizos', que acabó denominando a todos los que asistían al principesco teatro madrileño.
Durante el siglo XIX, asistir al teatro se convirtió en una actividad mucho más seria y representante de una actitud mucho más burguesa. Asistir al teatro fue una de las distracciones favoritas de la pujante burguesía madrileña, que asistía vestida de etiqueta al pulcro espectáculo. Las nuevas oligarquías terratenientes y urbanas, acompañaron a los viejos linares nobiliarios, y expulsaron del espacio teatral al pueblo llano, al menos de momento. Las clases menos pudientes buscaron el entretenimiento teatral en lugares más modestos, pero no ya en el elegante Teatro del Príncipe. Los tiempos habían cambiado.