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Fuente de Cibeles

Fuente de Cibeles es uno de los iconos más representativos de Madrid se realizó el proyecto entre los años 1777 y 1782 por el arquitecto Ventura Rodríguez

ATIS Y CIBELES

En la Fuente de la Cibeles podemos apreciar ornamentos en forma de piña en el suelo y en el carro. Tanta piña nos remite a un mito griego, que aunque difícil de ver, y sobre todo a esa distancia, está representado en la fuente. En la parte delantera del carro tirado por los leones, se puede ver una cara de la que brota un un gran chorro de agua. El rostro corresponde al nieto de Cibeles, Atis, y su leyenda se vincula con las piñas.

La Diosa Cibeles tuvo un nieto sin saberlo, el tal Atis, un joven del que se enamoró apasionadamente, sin conocer su parentesco (quizás si lo hubiese conocido, le habría dado igual, que para eso era diosa, y no sólo eso, sino la Diosa Madre Tierra). Pero Atis estaba enamorado de otra. Cibeles se cogió un globo tremendo y decidió que Atis no estaría nunca más con ninguna otra mujer. Y para ello le hizo perder la razón. Atis, completamente desesperado, y frustrado en su amor, se echó al monte, y en un momento de desesperación máxima, se autocastró, y desangrándose hasta morir.

Ante tamaño desafuero, la abuela y desconsolada amante se arrepintió del todo, y como diosa que era, tenía muchas prerrogativas, y entre ellas la de hacer resucitar a Atis, aunque lo hizo bajo la forma de un pino. A partir de ahí, Atis fue objeto de devoción de los hombres como el Dios de la vegetación, entre cuyas tareas estaban las de responsabilizarse de la muerte y resurrección de la vida vegetal, que para ello tenía ya experiencia, la suya propia. Ese es pues el significado de las piñas en el monumento madrileño, y de la exhuberante vegetación que rodea el carro. El mito recuerda un acto desesperado y una resurrección. Cibeles forma parte del itinerario del Madrid mítico.

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LOS LEONES DE LA CIBELES

La celebérrima fuente de La Cibeles, tantos años injustamente macillada por los forofos futboleros de uno de los equipos de fútbol capitalinos punteros, representa a la Diosa Madre de la Tierra, y a dos leones que tiran como pueden del pesado carro. Lo de los leones es pura mitología griega. Veamos que contaban esos fabulosos "cuentistas" helenos, grandes en verdad en este arte, como en otros muchos.

Hace muchos, muchos años, en una época mítica, nació Atalanta, abandonada en el bosque por el simple hecho de ser hembra, algo que a su padre, como a otros muchos de entonces (y de ahora también, sobre todo en determinadas culturas), no le gustó ni un pelo, pero, cobarde él, no se atrevió a matarla con sus propias manos, y prefirió que la naturaleza lo hiciera por él. Pero la Tierra tenía sus propios designios, y estaba escrito que la chiquilla no muriese, y en éstas, una osa alimentó a la bebé como si fuera uno de sus propios hijos. Atalanta creció sana y sobrevivió al entorno hostil. Era una experta cazadora, manejaba el arco y las flechas como el troyano Paris y corría más rápido que Usain Bolt, a quien dejaría en mantillas si se enfrentasen en unos Juegos Olímpicos.

La chica, desde luego, era de armas tomar, no en vano se había criado en el bosque pegándose con todo y con todos por salir adelante. Una vez, unos centauros la hicieron propuestas indecentes, y Atalanta, ni corta ni perezosa, se los quitó de encima a flechazo limpio. Años más tarde, los hombres olvidaron su sacrificio anual a la diosa Artemisa, que, en buena lógica, se enfadó y les manó a los irreverentes olvidadizos un terrible jabalí para que les "colmillease". El animalito, conocido como el jabalí de Calidón, se puso a la faena, arrasó cosechas, mató gente, y se lo pasó en grande aterrorizando aldeas. Pero ahí estaba Atalanta, que se puso delante del bicho y le asaeteó sin compasión, acción heroica que provocó el retorno de su padre, que, a buenas horas, mangas verdes, quiso reconciliarse con la hija abandonada. Y encima vino con urgencias, pues deseaba que se casase, algo a lo que Atalanta, acostumbrada a la libertad, no estaba demasiado dispuesta, pues ya sabemos cómo se las gastaba el pueblo griego con sus mujeres, consideradas poco menos que criadas y máquinas de parir.

No obstante, la petición de su padre dio que pensar a la cazadora, que consultó con un oráculo, quien la advirtió severamente de que se transformaría en un animal si se casaba. Lo que le faltaba a la pobre, quien puso todo tipo de trabas a su padre y a los escasos pretendientes que pretendían cortejar a tan arisca damisela con tal de no pasar por vicaría. Por fin llegaron a un compromiso, después de muchas discusiones: como Atalanta era veloz como el viento, y segura de su invencibilidad en la prueba, sólo se desposaría con el hombre que la ganase una carrera. Y para más inri, si el contrincante perdía la carrera, debía perder además la vida. Con lo que el asunto no era ninguna bicoca, por muy bella y oronda que fuese la chica.

Aún así, y como hay gente para todo, pretendientes hubo, que pagaron con su vida la osadía de retar a tan formidable velocista. Pero héte aquí que Atalanta conoció a la horma de su zapato. El joven Hipómenes se enamoró locamente de ella, y le importó un rábano lo que hubiese que hacer para desposar tan magnífica hembra. Eso sí, conocedor de que no era capaz de vencer en carrera de velocidad, se encaminó al Olimpo, la morada de los dioses, y pidió consejo a Afrodita, diosa del amor, que con tal de difundir tan noble (y alocado) sentimiento en la Tierra, era capaz de todo. Así que la bella inmortal le dio a Hipómenes tres manzanas de oro del Jardín de las Hespérides, para que el enamorado las utilizase como mejor considerase en la prueba final. Y final era, sin duda, ya que si fracasaba, ya conocía su fatal destino.

Llegó el día de la competición. En cuanto comenzó la prueba, Hipómenes se puso en cabeza. Atalanta no podía permitir tamaña afrenta y corrió lo más deprisa que pudo, pero cuando estaba a punto de alcanzar a su contrincante, y sin embargo enamorado pretendiente, éste dejaba caer en la pista una de las manzanas de oro. Atalanta, incapaz de contener su avaricia, se paraba para recoger el tesoro, y así ocurrió con las otros dos frutos dorados. Atalanta perdió, por codiciosa y se vio obligada a cumplir su promesa y desposarse con el flamante vencedor.

El matrimonio fue un éxito, y Atalanta terminó enamorándose de Hipómenes, olvidando la profecía que el oráculo había hecho. Mal hecho, porque siempre se cumplen, de una u otra manera. Un día, los dos jóvenes cazaban, y decidieron hacer un alto en un templo de Zeus, padre de los dioses. Fogosos y jóvenes como eran, comenzaron a folgar en tan sagrado lugar, algo que no gustó al licencioso Zeus (¿saben aquello de en casa del herrero, cuchillo de palo? pues exacamente igual), que decidió castigarlos por su descomunal sacrilegio, aunque igual es que le dio envidieja: convirtió a ambos en leones para siempre. Cibeles pasaba por allí, y enganchó a ambos amantes leoninos a su carro para que pudiesen estar siempre juntos. En el fondo, Cibeles era una sentimental.

El escultor de la fuente madrileña transformó a los leones en dos machos, como demuestran sus largas melenas. Quizás Zeus se excedió, pero los había transformado en león y leona, para que pudiesen continuar sus actos amorosos. ¿Conocía el escultor la leyenda? ¿Fue más maquiavélico que el propio Zeus? ¿O le pareció más artístico poner dos leones melenudos tirando del carro de la Diosa de la Tierra? Pues la verdad es que no lo sabemos. Lo cierto es que ahí están los dos leones macho.

Lo que tampoco deben conocer demasiadas personas, es que existe una réplica de nuestra diosa particular en el centro de la Ciudad de México, inaugurada el 5 de septiembre de 1980 por el presidente mexicano López Portillo y nuestro campechano alcalde Tierno Galván, regalada por el consistorio madrileño como símbolo de hermanamiento entra ambas urbes. 

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Bibliografía, Créditos y menciones

Texto propiedad de Diego Salvador Conejo

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